viernes, 12 de febrero de 2016

SANGRE DE MI SANGRE


No sabría decir cuándo empezó mi locura: si el día en que Phillipe murió, o cuando encontré a Odette, mi esposa, sumergida hasta el cuello en una bañera de agua teñida con su propia sangre.

Odette siempre fue una mujer alegre y llena de vida; su sonrisa, el brillo de sus ojos, iluminaban cualquier estancia en la que se encontrara. El día en que el cólera se llevó a nuestro hijo fue el comienzo de su declive: su vitalidad se esfumó, apenas comía algún mendrugo de pan y se aseaba lo mínimo imprescindible. Cuando llegaba de trabajar, no me prestaba atención más allá de un frio saludo que precedía a su inevitable salida de la habitación. Llegué a creer que me evitaba, que tal vez me culpaba de la muerte de Phillipe, pero hoy comprendo que simplemente era incapaz de mirarme a los ojos porque le recordaban demasiado a los de nuestro hijo. Pasaba todo el tiempo del que disponía en la sala de costura, donde un gran retrato familiar presidía la estancia desde su lugar sobre la chimenea. En él se nos veía felices a los tres, mi esposa sonriendo y nuestro pequeño de cinco años sentado en el regazo, jugando con su cabello.

El momento en que la sorprendí riendo y hablando con el retrato fue como una bofetada para mí. En aquel momento debí haber reaccionado, haber supuesto que algo no iba bien, pero la vorágine en que mi empresa se hallaba sumergida hizo que no le diera demasiada importancia. Me decía, ignorando las punzadas en mi corazón, que era beneficioso que hubiera recuperado su alegría, aunque solo fuera durante el tiempo que pasaba en aquella sala. Y un par de meses después, al regresar a casa, descubrí que mi esposa se había cortado las venas. Afortunadamente, o tal vez no tanto, pude llamar al médico y salvarla antes de que la vida se escapase por sus muñecas. Una vez recuperada, el doctor le diagnosticó histeria post traumática y le puso un tratamiento a base de opiáceos que la mantenían en un estado de constante aturdimiento.

Y fue entonces cuando empecé a pensar en la posibilidad de traer a Phillipe de vuelta.

*     *     *

Mecánicas Fouchard, con sede en París, se había convertido en la mayor empresa de fabricación de autómatas a nivel mundial, con sucursales en medio planeta. Louis Villepan dirigía la delegación londinense, para lo que se había trasladado junto a su esposa Odette y su hijo Phillipe a la capital británica; era una de las más rentables gracias al gusto de los ingleses por gastar su dinero en autómatas que facilitara sus vidas. Autómatas para cocinar y ocuparse de las tareas domésticas, para pasear al perro, autómatas que conducían vehículos; incluso se estaba trabajando en un modelo policía que, de conseguir el resultado esperado, podría multiplicar exponencialmente las ganancias de la familia Fouchard.

Louis trabajaba junto a un magnífico equipo de ingenieros y psiquiatras, en lo que gustaba denominar como su “equipo de trabajo para la chapa y el alma”. Uno de los principales escollos a salvar era la necesidad de construir un autómata que tuviera algún tipo de discernimiento entre el bien y el mal, para poderlo destinar a la aplicación de la ley. Las máquinas construidas hasta el momento sabían obedecer unas órdenes sencillas, dos o tres por ejemplar, de manera que solo eran útiles para tareas rutinarias, y desde luego sin ningún tipo de moral más allá de realizar aquello para lo que habían sido fabricados. El reto estaba en insuflar al hombre mecánico algún tipo de conocimiento, de personalidad, de “alma” en definitiva, para acercarlo más al concepto humano de ser vivo. Y ahí entraba en juego la labor de los doctores de la mente, ayudando a construir unas placas que, una vez introducidas en el interior del constructo, le permitirían realizar una acción similar al pensamiento.

Villepan no sabía muy bien cómo funcionaba aquel proceso. Estaba al tanto de los experimentos de Nikola Tesla, pero lo que realmente había supuesto un paso de gigante fueron las teorías de Giaccomo Rossi, un físico interesado por la psicología y lo paranormal. Este había ideado una serie de componentes que mezclaban la electricidad y los combustibles fósiles como el carbón, aunando cielo y tierra como él mismo defendía, y que consideraba que eran los cimientos del alma humana. Aunque para Louis el sistema resultaba incomprensible, lo cierto es que cuando las placas eran colocadas en un autómata, lo animaba una cierta lucidez y conocimiento de sí mismo que maravillaban a sus creadores.

Y entonces el cólera se llevó a su hijo, y todo su universo se puso patas arriba. La decadencia de su esposa se dejaba ver en el aspecto de Louis, siempre tan atildado e impecable: había adelgazado, y unas profundas ojeras negras circundaban sus ojos. Aunque nunca había sido amigo de bromas y chascarrillos, solía tener un humor excelente y buen trato con sus subalternos, pero cada vez estaba más serio y taciturno, llegando a no pronunciar palabra en todo el día. Su equipo no lo sabía aún, pero la mente del director estaba cada vez más ofuscada por la obsesión de revivir a su hijo. El cuerpo no era ningún problema, hacía tiempo que estaban trabajando con unos materiales que tenían un aspecto muy similar a la piel humana, pero el verdadero obstáculo era recuperar o recrear el alma del niño.

Pasaba las horas en su estudio, haciéndose traer toda la información existente sobre los avances científicos y espirituales, inmerso en tratados ocultistas que le habían costado una fortuna, y visitando en sus horas libres a espiritistas y magos de toda Inglaterra. Hasta que conoció a Guilleaume Foscar.

*     *     *

¡Oh, maldita la hora en que conocí a Guilleaume, ese mal nacido, maldito brujo que trajo la ruina a mi vida! La culpa fue mía, lo sé, consumido como estaba por la pena y la desesperación: perdí a mi hijo, y estaba a punto de perder a mi esposa. Y entonces se presentó aquel canalla, con la solución, decía, a mis problemas. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo, pidiendo verme en la antesala de la oficina, con su sombrero ladeado y su arrugado rostro sin afeitar.

—¡Le digo que a mí querrá verme, idiota! —gritaba a mi secretario Jerome, que infructuosamente intentaba que se marchara. Al oír las voces salí de mi despacho a ver qué sucedía, y un desagradable tufo a alcohol y humanidad asaltó mis fosas nasales. El individuo que había ante mí, desharrapado aun envuelto en su oscuro gabán, exudaba no obstante una fuerza y un magnetismo intrigantes. Yo había pasado toda la tarde inmerso en unos panfletos sobre espiritismo, más propaganda que información científica, pero en aquel entonces todo me servía.

—¿Qué sucede, qué es este escándalo? —pregunté, frunciendo el ceño en mi mejor imitación del empresario molesto. Ante mi interrupción, el talante del sujeto se volvió automáticamente servicial, y soltándose con facilidad del agarre de Jerome, se me acercó haciendo ostentosas reverencias.

—¡Oh señor Villepan, es un honor conocerlo! Los avances tecnológicos de su compañía son fascinantes y, ahora que lo tengo ante mí, veo que fruto de su trabajo y talento.

—Verá, señor…

—Foscar, Guilleaume Foscar es mi nombre, y vengo arrastrándome, suplicándole unas migajas de su escaso tiempo, que a tan nobles empresas dedica…

He de reconocer, para mi mayor vergüenza, que me sentí harto complacido por los halagos que el hombre me dedicaba, creyéndome merecedor de todos ellos en grado sumo. Entre cumplidos y gestos ampulosos, conseguí conducirnos al interior del despacho y cerrar la puerta. Inmediatamente el comportamiento del individuo cambió, tornando las muestras de admiración en gesto de orgullo; incluso pareció crecer en centímetros.

—Señor Villepan, vengo a hablarle de algo de suma importancia —comenzó, con una voz cavernosa mucho más ronca de la que había mostrado en la antesala—. Ha llegado a mi conocimiento que usted podría necesitar de mis… servicios.

—No sé de qué me está hablando —respondí, perplejo.
—Muy sencillo: sé que su hijo ha muerto y que su esposa está en un estado, digamos, decaído —prosiguió sin tregua. Un escalofrío recorrió mi espalda, a medias entre el horror por mi desgracia y el hecho de que ésta fuera de su conocimiento—. Sé también a qué se dedica su empresa, el tipo de autómata en el que están trabajando. Por otro lado, he oído de su infortunio y de la búsqueda hercúlea que realiza. ¡Y yo puedo ayudarlo, puedo hacer que el alma su hijo vuelva de entre los muertos para habitar un nuevo cuerpo mecánico!

Empalidecí. ¿Qué estaba diciendo este hombre? Nunca, en ninguna de mis investigaciones, había oído hablar del tal Guilleaume Foscar, y estaba convencido de que en mi plantilla constaban los mejores profesionales que el arte de los autómatas necesitara. También sabía que el nuevo modelo animado no era aún del dominio público, así que estaba asustado por el alcance de lo que él me estaba desvelando. Hasta que caí en la cuenta de lo que me ofrecía: la vida de mi pequeño. La mía.

—No entiendo exactamente a qué se refiere, señor Foscar. La moralización de los constructos está aún en una fase muy preliminar y es imposible…

—¡Imposible! ¡Ja! No existe lo imposible cuando el genio y la razón se aúnan para trascender una realidad desvaída como esta en la que usted cree. Y yo, señor mío, soy un genio —replicó el hombre, mirándome con unos ojos en los que relucía una chispa de un fuego que podría quemar mi alma—. Deme un cuerpo mecánico, consígame lo que necesite, y yo haré volver a su hijo del más allá. Recuperaré su alma y usted recuperará a su familia.

Mientras hablaba se iba acercando a mi mesa, tras la que me había desplomado al principio de su diatriba sin poder creer en lo que escuchaba, sin atreverme a creerlo. Las últimas palabras me las dijo susurrando apenas a unos centímetros de mi cara, y ahora lloro al recordar que su apestoso aliento me pareció entonces el más sublime de los perfumes. La mera idea de volver a recrear el cuadro de la sala de costura se me antojaba entonces más una promesa que una utopía, y la obsesión me cegó.

—Muy bien, señor Foscar. Dígame qué necesita.

Y el canalla empezó a hablar.

*     *     *

Los ingredientes que Foscar necesitaba, prácticamente rozaban en lo absurdo. Algunos eran tan banales como sal y pimienta, arena de huerto o conchas marinas, pero otros resultaban tan estrambóticos como siniestros: el suspiro de un moribundo o las lágrimas de un niño eran sólo un ejemplo. Pero Villepan estaba tan trastornado con la posibilidad de recuperar a Phillipe que no veía el ridículo que hacía entrando de madrugada en un antro en el que sabía que estaba falleciendo un mendigo, y desde luego no le parecía mal golpear a un chiquillo hasta hacerle llorar. Estaba dispuesto a todo.

Cada vez prestaba menos atención a su trabajo; permanecía en la empresa el tiempo suficiente para despachar cartas, escribir recomendaciones o aprobar facturas, dejando casi toda la organización en manos de su secretario Jerome, que se mostraba muy preocupado por la desidia de su jefe y mentor. Pero un día que empezó a abordar el cambio de actitud en Louis, éste lo echó de su despacho con cajas destempladas, y desde entonces no se atrevía a mostrar su extrañeza frente a él.

Con el pretexto de realizar unas comprobaciones, encargó a sus ingenieros un constructo del tamaño de una criatura de cinco o seis años, ajeno a la sorpresa con la que fue recibida su petición. Ansioso, se lo llevó a Foscar ansiando su aprobación; en el tiempo que llevaban trabajando juntos, Villepan era quien había adoptado un talante servil frente al otro, tal como un alumno admira a su maestro, y no era consciente del desprecio con que era tratado. Guillaume apenas prestó atención al autómata, indicando con un gesto que lo dejara en el fondo del almacén donde trabajaba.

—Guillaume, ¿cuándo tendrá todo preparado para traer a mi hijo? —era la pregunta que hacía Louis casi a diario, nada más entrar al almacén. Sin muestras de haberlo oído, Foscar continuaba trabajando en un conjunto de matrices que exhalaba un humo fétido que contaminaba toda la estancia. Discretamente, Villepan repitió— ¿Guillaume?

—¡Déjeme tranquilo, infiernos! —ladró Foscar. De inmediato, al ver que Villepan se erguía, recuperado en parte su orgullo por el exabrupto, continuó con más amabilidad—. ¿No ve que necesito concentración, hombre de Dios? Vaya, ha traído un maniquí del tamaño adecuado. No tema, en pocos días estará terminada mi obra, y entonces podrá tener a su Phillipe. Solamente necesito unas cosas más.

Louis suspiró, preparándose en su fuero interno para otra larga serie de correrías buscando los extraños ingredientes que a Foscar se le ocurriese encargarle. Para su sorpresa, la lista se reducía a cinco apuntes.

—En primer lugar, necesito cinco bobinas de Tesla, un ataúd de cobre del tamaño del autómata, cinco varillas de cobre de tres pies de largo y un recipiente de plata maciza del tamaño de un puño, con un agujero en medio. También deberá traerme algo que perteneciera a su hijo, un mechón de cabello o algo así.

—¿Serviría un diente de leche? Mi esposa guarda uno en un relicario que apenas se pone.

—Sí, sí, un diente sería perfecto —contestó Foscar, volviendo a la mesa de trabajo—. Ahora, si me disculpa, debo continuar trabajando: estoy en un momento delicado y no puedo distraerme.

Sin prestarle mayor atención, lo despidió con un gesto de la mano; intimidado una vez más, Villepan se retiró sin volver la mirada atrás, por lo que no pudo ver al hombre observarlo de reojo con una extraña sonrisa en el rostro.

*     *     *

Apenas me costó encontrar los objetos que me había pedido. Bobinas de tesla teníamos de sobra, ya que eran muy utilizadas para activar las placas del alma, como las llamábamos entonces, y que permitían a nuestros autómatas tener cierto remedo de pensamiento. Los objetos de cobre resultaron algo más problemáticos, especialmente el sarcófago, pero con unos cuántos favores cobrados aquí y allá y un buen fajo de libras, pronto lo tuve en mis manos. Un joyero fabricó el objeto de plata sin hacer preguntas, y conseguir el diente fue harto sencillo; en aquel entonces, mi esposa era poco más que una parte de la decoración de la casa, constantemente aturdida por el opio. Apenas se levantaba ya de la cama, todas las comidas las hacía en el dormitorio merced a la diligencia de su doncella, y si presentaba un aspecto ligeramente más pulcro que antes, era porque la muchacha lavaba su cuerpo con una reverencia nacida de la compasión. Sólo tuve que entrar en la habitación en un momento en que la criada estaba aseando a mi esposa en el cuartito contiguo, abrir el relicario y sacar su contenido. Sabe Dios por qué en ese momento tuve un escalofrío y la necesidad urgente de dejar el diente donde estaba, hasta tal punto que quedé paralizado por unos instantes. Pero de pronto fui consciente del leve tufo dulzón a enfermedad, de la cama desordenada, de las cortinas corridas para no dejar entrar la luz del sol, y aquello selló mi destino: envolví la pieza en un pañuelo y, metiéndolo en el bolsillo, salí de allí como si hubiera cometido un robo inconfesable.

Unos días después Foscar tenía todo preparado en el almacén, y me citó a mediodía para terminar su obra. Nuestra obra, la llamaba entonces, pero el tiempo me ha permitido ver que yo sólo era el medio para conseguir un fin. Podría pensarse que para lo que iba a suceder habría elegido la noche, tal vez las postreras horas de la madrugada, pero el horror no conoce de horarios y aquel día la luz del sol se colaba por las sucias ventanas que rodeaban el almacén.

Cuando entré, quedé sorprendido: había limpiado meticulosamente cada rincón de la estancia, relegando los artículos sobrantes a un rincón donde se apiñaban sin orden ni concierto, única nota discordante entre la pulcritud reinante. En el suelo había grabado una enorme estrella de cinco puntas en un único surco, en cuyo centro reposaba el sarcófago de cobre con el autómata en el interior. En cada extremo del pentáculo había una bobina de Tesla, y en sus intersecciones se hallaban insertadas las varillas. Una maraña de cables rodeaba todo el montaje, finalizando en la mesa de trabajo como si fueran los tentáculos de un monstruo venido de un reino de pesadilla.

—Bienvenido, amigo Louis. Está a punto de presenciar algo que revolucionará a la humanidad, que destruirá el miedo a la muerte; las religiones ya no tendrán ningún poder sobre la vida amenazando con el castigo del más allá, porque siempre podremos volver —declamó Foscar, como si se dirigiera a un público invisible en cuyo centro estaba yo—. Y usted habrá sido el artífice de todo, gracias al amor que profesa a su familia. ¿Qué sería de este proyecto sin su dedicación, sin su entrega en cuerpo y alma?

Estúpido de mí, pensé que me estaba halagando, que ensalzaba mi esfuerzo por traer de vuelta a Phillipe; no era capaz de reconocer el atisbo de burla y el cinismo que encerraban sus palabras. Cualquier reparo que pudiera haber concebido desapareció en un momento, sustituido por un renovado afán de cumplir con el sueño de rehacer mi vida.

—Ahora —continuó hablando—, solamente necesito algo más: unas gotas de su sangre.

—¿Mi sangre? ¿Cómo dice? —pregunté, echándome atrás preso de un temor inexplicable.

—Es su hijo, señor Villepan, sangre de su sangre —respondió con voz melosa—; por eso mismo, para traerlo de vuelta, necesitaré este último sacrificio de su padre.

Temblando, le tendí la mano. Foscar sacó del interior de su chaleco una navajita con la que hizo una pequeña incisión en mi palma. Sin intercambiar palabra, empapó un trozo de tela con mi sangre y envolvió el diente con él, introduciéndolo dentro del agujero realizado en el recipiente de plata. Acercándose al sarcófago, colocó el objeto en el interior del pecho del constructo, que procedió a cerrar con un chasquido. Se acercó a la mesa y, sin más ceremonias, accionó un interruptor. Inmediatamente, unos brillantes rayos de luz azul empezaron a circular entre las bobinas pasando por las varillas, donde parecían amplificarse en un círculo vicioso constante, mientras un zumbido cada vez más fuerte perforaba mis tímpanos.

No soy capaz de recordar cuánto tiempo duró aquel espectáculo de luz y sonido, al que asistía embobado; en mi mente sólo han permanecido mezclados el resplandor y la resonancia, junto con un ansia voraz por comprobar si todos nuestros esfuerzos habrían dado sus frutos.

De súbito, tras un agudo silbido, se hicieron la oscuridad y el silencio.

Y en la penumbra del almacén, vi incorporarse al autómata. Vi levantarse a mi hijo.

*     *     *

La dimisión de Villepan al frente de la delegación londinense de Mecánicas Fouchard causó la estupefacción a los accionistas de la empresa, pues no les había llegado noticia de la rápida degradación de Louis. Jerome, siempre tan diligente y agradecido a su jefe, se las había arreglado para que no se notara, con la fútil esperanza de que fuera algo pasajero y todo quedase arreglado. Poco después del último encuentro con Foscar, éste desapareció. Nadie supo nunca lo ocurrido en ese almacén, y tampoco supuso motivo de extrañeza que alguien como Villepan adquiriese un ejemplar de autómata de entre los más modernos. Sí hubo rumores acerca de la peculiar elección que suponía su tamaño, pero jamás se acercaron siquiera a la verdad.

Unos días después de instalar al nuevo Phillipe en la casa, Odette comenzó a experimentar una mejoría sorprendente. El niño mecánico pasaba las horas en la habitación de su madre, tan sólo entreteniéndola con su presencia y sirviendo el té. La doncella de la señora Villepan se despidió dos semanas después: confesó a su patrón su profundo desasosiego en presencia de Phillipe, como todos habían acordado llamarlo, y había buscado otro acomodo en una gran residencia de Birmingham. De modo que, tras quedarse sin apenas servicio, Louis, Odette y Phillipe emprendieron un viaje de reposo a una pequeña casita que tenían en el campo.

Pasaron los días. Aunque al principio todo parecía idílico, poco a poco Villepan comenzó a sentirse incómodo en la presencia silenciosa del autómata. Sorprendía a su esposa susurrando mientras juntaba su cabeza con la del niño, callando cuando se percataba de su presencia. Con el paso del tiempo se dio cuenta de que había una extraña relación entre Odette y Phillipe de la que él estaba excluido. Salían de las habitaciones cuando él entraba, encontraban repentinamente algo que hacer cuando él comenzaba una conversación, hasta el punto que se sintió un extraño en su propia casa.

Un día salió a dar un paseo por el campo, y a medio camino se dio cuenta de que había olvidado su reloj. Volvió sobre sus pasos y al acercarse al dormitorio escuchó voces. Perplejo, puesto que allí las visitas eran muy escasas, se asomó despacio, y lo que vio lo dejó tan aterrado que no fue capaz de moverse. Su esposa yacía en el suelo, con las venas cortadas como una obscena representación de su intento de suicidio, mientras con un hálito de vida miraba como Phillipe bebía su sangre. Con una tenue sonrisa en los labios, expiró y sus ojos se volvieron vidriosos. En ese momento, el niño volvió la cabeza hacia Louis.

—Padre…

Y Louis Villepan, casi enloquecido, salió corriendo de la habitación.

*     *     *

Esta es mi historia, escrita de mi puño y letra. Estoy en mi casa de campo, encerrado en mi despacho, mientras escucho a Phillipe, mi inhumano hijo, arañar la puerta mientras susurra su hambre y me ruega que le abra, que seamos de nuevo una familia. He dejado aparte mi vergüenza para contar todo lo sucedido, y que no se vuelva a repetir: en nombre de la tecnología no podemos jugar a ser dioses. ¡Quemad los autómatas, destruid todos los constructos! Que nadie, llevado por la ambición o la soledad, pueda de nuevo abrir el abismo al que me he arrojado yo. No sé quién es Guillaume Foscar, ni qué ha sido de él. ¿Es un brujo? ¿Un ser humano corriente obsesionado con la ciencia? En este momento en que aguardo mi propia muerte, sólo espero que lo encuentren para impedirle repetir con otro incauto lo que ha hecho conmigo. Que el Señor se apiade de mi alma.



                                                                                                                                                             Louis Villepan.

viernes, 27 de febrero de 2015

EL CLARO DE YAOTL.


La mujer entró presurosa en la Sala de Audiencias, y se arrodilló frente al Protector con la mirada gacha, como dictaban las normas. Respiraba agitadamente, y el cabello negro que velaba su rostro se veía desordenado y enmarañado; nadie osaría interrumpir la Hora de las Peticiones de no haber un buen motivo. El Protector de Sangre Yaotl decidió prestarle atención inmediata, ignorando a los peticionarios que estaban presentando sus demandas.
—Levántate, mujer —dijo, tomándola suavemente por los antebrazos. Ella levantó la vista, mirando por primera vez con ojos llenos de pánico al Protector—. Dime, ¿qué te trae tan apresuradamente ante mí?
—Es mi hijo, mi pequeño. Llegó hace poco de jugar en la playa, y estaba aterrado. Hablaba de monstruos, de insectos gigantes que habían llegado a la costa. No es un mentiroso, señor, pero pensé… no sé qué pensé, quizá que se había vuelto loco… —La estupefacción se levantó entre los peticionarios. Con un ademán, Yaotl la urgió a continuar.
—No vendría a molestarte por cosas de chiquillos, así que bajé en seguida a comprobar lo que decía mi niño… ¡y es todo cierto! Hay muchos, enormes insectos que brillan al sol, que están descendiendo de la canoa más grande que he visto en mi vida —terminó de explicar entre sollozos e hipidos. Yaotl hizo un discreto gesto a un sirviente para que se llevara a la mujer, y acto seguido despidió a los peticionarios, que salieron entre murmullos de la Sala. Tras pensar unos instantes, llamó a uno de los guardianes que custodiaban la entrada.
—Protector de Sangre —dijo el muchacho, inclinándose en una reverencia breve, pero cortés.
—Nelhi, escoge a tres guerreros y bajad a la playa. Quiero que veáis qué está sucediendo y me traigáis un informe completo.
—¿Crees que hay algo de verdad en lo que dice esa mujer? —preguntó el joven.
—No lo sé, pero como Protector de Sangre de nuestra gente prefiero pasarme de precavido. Y ella estaba tan asustada como para interrumpir una audiencia de peticiones. Llévate una Piedra del Habla para poder comunicarme con vosotros.
—Sí señor, ahora mismo.
Yaotl quedó solo, dando vueltas pensativo a lo que acababa de ocurrir. Sin saber aún qué importancia tenían los hechos, pero con un mal presentimiento revoloteando en su estómago, partió en busca del Sagrado. Recorría las estancias de palacio sin prestar apenas atención a su alrededor, por lo que no se daba cuenta del silencio asustado de los sirvientes, ni de los susurros que lo precedían.
El Protector llegó a los aposentos de Tlicue, Sagrado de la ciudad. Vivía en unas modestas habitaciones dentro de palacio, con una entrada directa para poder ir y venir a su antojo. El mobiliario se componía especialmente de bancos de madera, estanterías repletas de objetos, mesas y poco más. No había tapices adornando las paredes ni cubriendo los suelos, y Yaotl sabía que en el dormitorio solo contaba con un jergón, un arcón para sus escasas ropas y una mesita. El Sagrado era un hombre afable, envejecido prematuramente: aunque no llegaba a las cincuenta ruedas de vida, aparentaba veinte más. La dureza de su cargo y sus responsabilidades pasaban factura a alguien de su carácter. Había sido elegido por los dioses hacía treinta años, al mismo tiempo que el Protector, y entre ambos dirigían el destino y las vidas de su pueblo; un tiempo de paz, de prosperidad, que tal vez se viera truncada. Tras las inclinaciones rituales, ambos hombres se abrazaron con fuerza.
—Yaotl, amigo mío, ¿qué te trae por aquí? No querrás darme la revancha en el Glauss, ¿verdad? Te recuerdo que la última vez me ganaste sólo por casualidad —recordó el Sagrado, con una risita.
—Esta vez no, Sagrado —respondió el Protector con seriedad.
—Vaya, solo me llamas por el cargo cuando hay algún problema. ¿Ha pasado algo durante las peticiones?
—Una interrupción extraña, que me tiene preocupado —. Le relató todo lo ocurrido sin omitir detalle, incluyendo las sensaciones que lo corroían. El Sagrado oscureció su semblante, y tomó asiento en uno de los bancos, haciendo una seña para que Yaotl se sentara junto a él.
—Anoche tuve un sueño-andadura —confesó, mirando el suelo entre sus pies. —Me encontraba en un yermo, y estaba cubierto de ampollas y moribundo por la sed. Miles de escarabajos me rodeaban, clavándome sus pinzas en el cuerpo cuando se acercaban, y yo gritaba y gritaba de dolor. Hasta que una voz me dijo: “no temas, y sigue el camino”. Entonces apareció un sendero ante mí, y corrí hacia él. Los escarabajos no podían entrar, y se agrupaban en sus bordes; pero estaba lleno de sangre, y cada paso que daba me producía mayor sufrimiento en el corazón —. El hombre suspiró, con un encogimiento de hombros. —No sabía qué significaba, pero ahora que te he escuchado creo que es mal augurio.
—He venido a verte porque voy a usar la Piedra del Habla para ver qué está pasando. ¿Querrás quedarte conmigo y ayudarme?
—¡Cómo! No tienes ni qué pedírmelo —. Tlicue se acercó a una estantería y cogió un trozo plano de piedra negra como una noche sin luna, colocándolo sobre la mesa. El Protector sacó un cuchillito de entre sus ropas, y con una última mirada a su amigo, se hizo un corte en la mano. La sangre brotó roja y espesa, cayendo sobre la piedra. Inmediatamente el color oscuro empezó a remitir, pasando a un blanquecino sucio.
—Nelhi, ¿me oyes? ¡Nelhi! —Esperó unos momentos, hasta que una figura borrosa se formó en la superficie.
—Sí, Protector, te oigo bien —respondió una voz lejana.
—¿Tienes algo de lo que informar?
—Oh dioses, ha sido horrible…

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El sol del mediodía acuchillaba, inmisericorde, las bruñidas armaduras de los soldados, que sudaban y se cocían en su interior. La campaña parecía maldita desde el principio. Primero, unas terribles tormentas desviaron a los barcos de su curso, y eso les había hecho perder dos semanas de viaje. Los alimentos frescos y el agua dulce escaseaban, y escorbuto y disentería hicieron su aparición, llevándose consigo a casi la mitad del destacamento. Por si fuera poco, las supersticiones de los marineros culpaban a un soldado tuerto de sus desgracias, e incluso intentaron tirarle al mar atado de pies y manos. Pero finalmente habían conseguido llegar, y servirían de avanzadilla para futuras incursiones.
—Bueno, capitán, ¿y ahora qué? —preguntó el sargento Flynn, colocándose al lado de su superior mientras escrutaba la selva a través de los ojos entrecerrados.
—¿Qué tipo de pregunta es esa, Flynn? Sabes igual que yo cuáles son las órdenes, así que más vale que dejes de hacerte el tonto y empieces a preparar a los exploradores, a ver qué tenemos por delante.
El sargento miró con el rabillo del ojo a su capitán. Llevaban más de diez años en la misma compañía, habían luchado en diferentes guerras codo con codo, y tenía más confianza en él que en su propio hermano. No obstante, en aquella campaña había algo que no le gustaba, percibía una pátina funesta sobre todos ellos que casi podía saborear.
—Wilford, sé cuáles son mis obligaciones, los exploradores ya están dispuestos para salir en cuanto se lo ordene—reconvino amablemente a su capitán—. Es solamente que tengo un mal presentimiento…
—No me vengas ahora con presentimientos. También tuviste uno en Zenaxis, y solamente te cagó una paloma en la cabeza. Daría una mano porque eso fuera lo peor que nos sucediera.
—Ah, entonces no me puedes negar que estás inquieto. Te conozco desde hace un montón de años, y nunca te había visto tan taciturno. ¡Joder, si ni siquiera has bebido en la última semana!
—Flynn, es que no sé por qué nos ha mandado el Emperador al culo del mundo —contestó Wilford, mientras se pasaba la mano por el rostro para enjugarse el sudor—. No me gusta ser la avanzadilla de un supuesto ejército conquistador, y menos que se me ordene hacerme con la tierra a toda costa. Sin provisiones, sin refuerzos, teniendo que apañarnos con lo que encontremos. Siempre he pensado que la mejor forma de ganar una guerra es no librarla nunca, y  hasta ahora al Imperio le había ido muy bien. Sus soldados han sido embajadores y mercaderes; sus municiones, oro, monedas y joyas. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué nuevas intenciones tienen el Emperador y sus consejeros? Y encima nos colocan a un sacerdote que no sabe mear sin ensuciarse los pies; solo para que no se tropiece con una raíz voy a tener que ponerle escolta —refunfuñó desabrido el capitán, mirando al diácono de la compañía, que vomitaba sujetándose el estómago—. Anda, envía ya a los exploradores.
El sargento suspiró, e hizo una seña con la mano. Inmediatamente un grupo de soldados se puso en movimiento, internándose en la selva armados con arcabuces, mosquetes y espadas a la cadera. Unos minutos después, ambos hombres siguieron sus pasos, introduciéndose en la jungla junto al resto del menguado ejército. El aire era sofocante. A calor se le unían la humedad ambiental y un desagradable olor a vegetación podrida. La espesura era tan densa, que tenían que abrirse camino con machetes y espadas, pareciendo que la floresta se cerraba detrás de ellos.
En ese momento sonaron unos disparos cerca, y poco después un explorador salió corriendo desaforadamente del boscaje que tenían ante ellos. Se dirigió hacia donde esperaban el capitán y el sargento, sorprendidos por haber encontrado problemas tan pronto.
—¡Capitán, señor! —exclamó el soldado, un muchacho de no más de veinte años, con la cara pálida y desencajada, los ojos abiertos como huevos cocidos.
—¿Qué pasa, muchacho? Cálmate, respira hondo y dame un informe completo. —Estas palabras consiguieron aplacar al rastreador, que visiblemente más calmado, procedió a explicar lo sucedido más adelante.
—Señor, ha sucedido algo horrible. ¡Un salvaje, casi parecía un animal, se ha acercado a nosotros, con una lanza en las manos! Llevaba una piel que le cubría desde la cabeza, como una capa, y debajo iba casi desnudo. Se acercaba a nosotros gritando en un idioma diabólico, sujetando el arma sobre la cabeza. Y entonces Jones se puso nervioso y disparó, capitán, y lo ha matado.
—¿Que lo ha matado? Pero ¿había hecho algo, os amenazó, os tiró la lanza? ¡Contesta, hombre!
—Ehm… no, señor, solo se quedó ahí plantado, diciendo cosas incomprensibles —contestó el soldado, cada vez más acobardado ante la reacción de su superior.
—O sea, que es el primer ser humano que encontramos, no os ataca, solo habla, y vosotros le pegáis un tiro. ¡Maldita sea mi estampa, vaya panda de inútiles me han asignado! —replicó un cada vez más enfurecido capitán—. Vamos, Flynn, a ver qué es lo que han hecho estos imbéciles. —Apartó de sí al explorador con un empujón, y salió andando apresuradamente hacia el lugar de donde había salido el joven, seguido del sargento. El resto del ejército murmuraba inquieto, sin saber exactamente qué era lo que había sucedido para que sus superiores estuvieran tan agitados.
Pronto llegaron al pequeño claro donde estaba el resto de la avanzadilla. Tendido en el suelo, y rodeado por cinco soldados, se encontraba el nativo muerto. Había sido un hombre alto, musculoso, de piel oscura y vestido con un taparrabos y una capa confeccionada con la piel de un animal. Esta, dorada con manchas marrones, estaba salpicada con la sangre que manaba del pecho del hombre. Casi no quedaba nada reconocible del torso: los disparos del arcabuz habían destrozado carne y huesos, dejando un agujero que casi traspasaba el cuerpo. Aun así, se distinguían restos de tatuajes allí donde la piel había quedado intacta. La lanza estaba a su lado, ahora tan inofensiva como su propietario. Wilford se agachó junto al cadáver, observándolo preocupado durante unos segundos.
—Dioses del Abismo, en qué nos hemos metido…

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—Os he reunido a todos para explicaros el peligro al que se enfrenta nuestro pueblo —explicó Yaotl, con semblante sereno pero grave. Los nobles de la ciudad, así como representantes de varios gremios, escuchaban respetuosamente sin decir palabra; los rumores les habían llegado, y estaban a la espera de lo que el Protector de Sangre tenía que decir—. Como ya habréis oído, han desembarcado unos extraños en nuestras playas. Pues bien, envié unos guerreros a investigar, y me han traído noticias devastadoras: esos hombres no han venido en son de paz. Uno de los nuestros se acercó a hablarles, llevando la lanza en alto por encima de la cabeza para demostrar que no tenía malas intenciones, y lo han asesinado, abandonando su cuerpo después. —Un murmullo colérico recorrió la Sala de Audiencias—. Tienen una magia extraña, desconocida para nosotros: palos aulladores, que gritan y matan destrozando la carne. Ahora mismo traen al fallecido para realizar los ritos funerarios. Debéis alertar a la población, para que niños, ancianos y madres estén dispuestos para evacuar la ciudad, si los extranjeros llegan a sus puertas. Por favor, daos prisa, y que los dioses os guarden.
Con estas palabras despidió a la pequeña multitud congregada en la Sala. Yaotl salió del palacio en dirección al edificio donde se alojaban los guerreros. Allí, en la Cámara Ritual, le esperaban cuatro hombres y tres mujeres, junto a un visiblemente nervioso Tlicue. Estaban sentados en el suelo formando un círculo alrededor de un brasero, donde se quemaban unas hierbas que hacían llorar los ojos. El ambiente era sofocante y oscuro, cuatro antorchas iluminaban apenas la estancia. En las esquinas esperaban unos sirvientes, con los ojos puestos en la ceremonia que se iba a celebrar. Sin decir palabra, el Protector se colocó a la espalda del Sagrado, al que hizo una seña para comenzar.
—Hace muchos años que nuestra gente no estaba en peligro —comenzó Tlicue—. Siempre hemos intentado llevarnos bien con nuestros vecinos, tomamos de la tierra solo lo que esta nos puede dar, rogamos el perdón de los dioses por los animales que debemos matar para comer. Pero una amenaza extraña ha llegado de más allá del mar, matando a quien se acercaba en son de paz. Y ahora tenemos que responder y observar. Traed a los animales.
Los sirvientes salieron de la sala, volviendo al cabo de unos momentos con unas jaulas que arrastraban mediante fuertes sogas. Encerrados en ellas, tres jaguares daban vueltas con los ojos clavados en los humanos. Otros criados traían dos enormes lechuzas sujetas a los antebrazos, tranquilas gracias a los capuchones que cubrían sus cabezas. Los guerreros se levantaron: dos hombres y una mujer, que se sentaron cada uno frente una jaula, y los dos restantes que sujetaron a las aves. El Sagrado empezó a canturrear, una letanía hipnótica que se repetía mientras los animales iban poniéndose cada vez más nerviosos. El cántico se iba haciendo más rápido, se volvía más insistente, subía de volumen, hasta que, al llegar a su cénit, hombres y mujeres introdujeron sus brazos en las jaulas y quitaron los capuchones. Halcones y jaguares, aterrados, mordieron la carne que se les ofrecía, y la voz cesó. Los guerreros cayeron tumbados, y los sirvientes se acercaron a colocarlos en una postura más cómoda. Un silencio glacial se extendió por la habitación, inmovilizando a todo ser vivo. Los ojos de las bestias brillaban con otro tipo de conciencia, mientras que los guerreros seguían petrificados como estatuas. El Sagrado abrió la jaula de los felinos.
—Ahora, guerreros, por la sangre sois uno con vuestros anfitriones. Sed nuestras garras y nuestros ojos. Observad a los extraños… y atacad cuando podáis.
Tras unos instantes, los grandes pájaros salieron volando en silencio, y los jaguares los siguieron con paso elástico. Tlicue miró a Yaotl, consternado. Protector y Sagrado se sentaron a esperar acontecimientos. El tiempo pasaba lentamente, las sombras jugaban en la pared revoloteando bajo la luz de las antorchas, indiferentes a lo que se representaba a su alrededor.

Noche. Oscuridad y multitud de olores. Olores secos, húmedos, olores de extraños también. El jaguar no quería acercarse a las luces lejanas, había detectado el picante aroma de una hembra en celo y deseaba ir con ella. O quizá cazar uno de esos ratoncillos que correteaban entre la hojarasca. Pero el otro que estaba con él no lo dejaba en paz, lo urgía a ir hacia el calor, hacia el rebaño dueño de la luz, y él prefería la oscuridad, el silencio. Su viajero le hacía promesas, le susurraba palabras dulces de sangre y alimento, y por fin cedió a sus exigencias. Y se desató el caos.

Pasó el tiempo. El Protector observaba distraído el juego de luz y oscuridad, cuando lo sobresaltó una mano sobre su brazo. Se volvió y vio como Tlicue le hacía un gesto con la cabeza. Miró hacia los guerreros y abrió mucho los ojos al ver como estos empezaban a convulsionarse sin hacer ruido. Levantándose precipitadamente se acercó a ellos.
—Tlicue, algo está pasando —le espetó al Sagrado, con la voz llevada por el pánico. Los hombres y mujeres del suelo empezaron a sangrar por nariz y boca, hasta que la inmovilidad descendió sobre la estancia. Solo dos personas quedaban ilesas. En ese momento entraron las lechuzas, posándose junto a esos dos cuerpos; poco después, los humanos despertaron, y empezaron a gritar.

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—Quiero las guardias por parejas, y más vale que os espabiléis bien. Como pille a alguno de vosotros dormido o meando siquiera, le voy a clavar las pelotas al suelo, ¿está claro? —arengó el sargento Flynn a los soldados—. Jones, como tienes el disparo fácil, tú no harás guardia —esperó hasta ver el gesto de alivio del chico, y con una sonrisa perversa, continuó hablando—: cavarás las letrinas y luego ayudarás en cocina. Andando.
Los hombres salieron disparados a cumplir con su cometido. El sargento, satisfecho, fue a reunirse con el capitán, mientras supervisaba de camino la instalación del campamento. Pasarían la noche allí, a unas leguas de la costa, en un gran claro rodeado de bosque que les proporcionaba cierta protección. El capitán esperaba bajo un gran árbol, mirando pensativo hacia el interior de la floresta. La oscuridad se había echado encima a una velocidad pasmosa, y la vida nocturna despertaba ruidosamente.
—Flynn, ¿te has dado cuenta de que apenas sabemos movernos por esta zona? El indígena salió casi de la nada, según los exploradores, sin hacer ruido y pillándolos por sorpresa. Han pasado ya horas desde el incidente, y está todo tranquilo. Demasiado tranquilo, y eso no me gusta.
—Bueno, quizá fuera un solitario, no necesariamente tiene por qué pertenecer a una tribu —aventuró Flynn. Wilford se quedó mirando a su segundo con cierta sorna.
—Venga ya, sargento. Un hombre musculoso, bien alimentado, con una lanza de calidad y cubierto por tatuajes y pieles correctamente curtidas. Ese no tenía pinta de andar por ahí perdido y sin contacto con otros humanos.
—Sea como sea, he establecido unos turnos de guardia por parejas. Y después de este jaleo, los chicos andarán con mil ojos.
Unos gritos en el centro del campamento interrumpieron su charla; se miraron y echaron a correr hacia el ruido. Los soldados estaban agitados, las armas prestas, mirando enloquecidamente a su alrededor. Las voces se sucedían, bramidos de alarma e ira surcaban la noche, el pánico era tan denso que se masticaba. El capitán agarró fuertemente del brazo a un muchacho que corría hacia ningún sitio.
—Chico, ¿qué está pasando? ¡Chico! —gritó, zarandeándolo para sacarle de su aterrado estupor.
—N…no sé, capitán. ¡Algo está matando a los guardias! Se los lleva a la oscuridad, los destroza y deja sus restos para que los encontremos. Ruge y aúlla de una forma espantosa, ¡es un demonio de la noche que viene a por nuestras almas!
El capitán soltó al soldado, ordenándole quedarse en la zona iluminada por las hogueras. En ese momento sonaron unos disparos; parecía una repetición de la pesadilla vivida unas horas antes. En esta ocasión, las descargas eran mucho más frecuentes, casi como si hubieran entrado en combate. Unos instantes después, los arcabuces enmudecieron.
—Flynn, vete ya mismo a ver qué ha pasado. Yo intentaré poner un poco de orden entre los muchachos. En unos minutos te quiero aquí con todo tipo de explicaciones.
Asintiendo, el sargento corrió rápidamente hacia el lado este del campamento. Cuando salió del radio de acción de las fogatas, la penumbra descendió sobre él como una mortaja, acallando incluso los sonidos del campamento. Restos humanos salpicaban el terreno, no sabía muy bien qué eran, y tampoco estaba dispuesto a pararse a investigar. Rápidamente llegó hasta un grupo de soldados, que observaban nerviosamente el entorno. A sus pies, dos jaguares enormes yacían atravesados por las balas, y el olor a pólvora y sangre saturaba el ambiente. Nada más ver al sargento, uno de los soldados se le acercó, cuadrándose en un saludo marcial.
—Descansa, soldado. Por el amor de los dioses, ¿qué ha pasado aquí?
—Señor, no se lo va a creer. Estos jaguares muestran una inteligencia demoníaca: han estado persiguiendo a nuestros guardias, eliminándolos de uno en uno. En cuanto se separaban dos o tres metros, las bestias los atacaban, a veces matándolos en seguida, a veces llevándoselos.  No sabemos muy bien cuántos hombres han desaparecido o muerto, pero entre nosotros y otro grupo al oeste, hay tres animales muertos.
—Los jaguares no son inteligentes, aquí está pasando algo que se nos escapa. —En ese momento reparó en uno de los guardias, que sangraba profusamente de un lado de la cara—. ¿Qué le pasa a ese?
—Una lechuza. Lo atacó cuando estaba disparando, señor, y se llevó una oreja consigo. Mire, sargento, antes de alistarme yo era leñador, conozco muy bien el bosque y esto no es normal; los animales no se acercan a los humanos, y menos cuando hay hogueras de por medio. He pasado muchas noches acampado, y lo máximo que he visto ha sido el brillo de los ojos de algún lobo a lo lejos.
—Escúchame, no quiero que des pábulo a conjeturas delante de los demás, ¿entendido? Ahora mismo vienes conmigo a presentar tu informe de primera mano al capitán. —Los dos hombres se marcharon a grandes zancadas hacia el interior del campamento.

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Los dos guerreros supervivientes, un hombre y una mujer, descansaban en una pequeña estancia junto a Yaotl, Tlicue y un par de criados, relatando los sucesos. El Sagrado les había dado unas hierbas que calmaban mente y espíritu, pero no había podido terminar con el horror de sus miradas.
—Salimos de caza, como nos dijiste, Protector. Al principio, nuestra intención era solo asustar a los guardianes, para que el miedo les hiciera desistir. Irhue fue el primero; se subió a un árbol, y cuando el extranjero pasó por debajo, saltó derribándolo. Le hizo dos arañazos, poco más, pero el hombre sacó un cuchillo enorme de sus ropajes, y desgarró todo el flanco de Irhue. Salió corriendo, pero el compañero del guardián usó el palo que grita, y lo destrozó. —El guerrero calló. Rememoraba los hechos casi como si le hubieran sucedido a otra persona, con la mirada perdida. Al ver que no continuaba, la mujer tomó la palabra.
—No podíamos hacer nada, solo mirábamos. Mataron a los jaguares, uno tras otro, pero consiguieron llevarse consigo a muchos de esos demonios. Ha sido terrible, Protector, yo… no pude evitarlo, le arranqué una oreja a uno de ellos, pero Slithe me gritó para que viniéramos a contarte todo. De lo contrario, le habría sacado los ojos, le habría… —la mujer rompió a llorar, humillada. Tlicue le puso una mano sobre el hombro, mirándola con conmiseración.
—No te avergüences por tus lágrimas, criatura. Habéis hecho bien. Ya nada podíais hacer por vuestros hermanos, y era fundamental conocer todo lo que visteis. Tranquilízate, todos ellos serán vengados.
Tras unas palabras más de consuelo, Tlicue y Yaotl salieron de la salita, dirigiéndose a los aposentos del Sagrado en el palacio. Se derrumbaron sobre unos asientos nada más llegar, y Tlicue alargó la mano para tomar una jarra de agua fresca. Sirvió dos copas y alargó una al Protector.
—¿Qué piensas? —preguntó. —Las noticias que nos han traído son alarmantes. Esos palos que gritan tienen una magia que no conozco. Por mucho que he rezado pidiendo consejo, no he recibido respuesta alguna. Y se dirigen directamente hacia aquí. Mi sueño… mi sueño se está haciendo real —admitió con un hilo de voz—; nuestro pueblo y yo mismo somos los escarabajos…
—Y yo soy el camino de sangre, Tlicue —terminó Yaotl. Su amigo lo miró espantado, negando con la cabeza.
—No sé qué quieres decir.
—Sí lo sabes, Sagrado, pero no lo quieres considerar. Invocaré la Niebla Oscura.
—¡No sabes lo que estás diciendo! ¡No, no lo consentiré! —exclamó, con la voz rota, levantándose del banco y empezando a pasear por la habitación. El Protector se levantó, y le puso las manos sobre los hombros.
—Tlicue, amigo mío, ha llegado el momento para lo que fuimos elegidos. Soy el Protector de Sangre de nuestra gente, y tú eres el Sagrado que nos guía hacia los dioses. Tenemos que cumplir con nuestras responsabilidades. Sé que será más difícil para ti que para mí, pero te suplico que no flaquees.
—No puedo, no soy capaz… —respondió el Sagrado, con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, lo serás. Porque yo, tu amigo, tu hermano, te lo pido. Es la única opción que nos queda, y no voy a sacrificar a nadie más.
Llorando abiertamente, Tlicue se sentó en un banco, y hundió la cara entre las manos. Yaotl se colocó junto a él, abrumado por lo que iban a desatar.

 

Al día siguiente, cuando cayó la noche, Yaotl entró en la Cámara Ritual vestido únicamente con un taparrabos. Llevaba todo el cuerpo pintado con glifos, símbolos protectores importantes para su pueblo, que daban a su piel un aspecto ondulante. Solo unos cuantos de entre su gente presenciaban el ritual, pero todos estaban al tanto, y las oraciones se elevaban desde cada casa, desde cada garganta. El Sagrado esperaba tras una mesa, ataviado con una magnífica piel de leopardo y una máscara negra, con sólo dos agujeros para los ojos, que se veían enrojecidos. El Protector de Sangre se tumbó sobre la mesa y aguardó. Las antorchas iluminaban tenuemente la estancia, otorgándola una cualidad ominosa. El silencio era espeso cuando Tlicue empezó a hablar.
—En este día, el Protector de Sangre ha invocado la Niebla Oscura. Es su derecho, su obligación, su responsabilidad. Los dioses lo eligieron para mantener a salvo a nuestro pueblo, y siempre lo ha cumplido. Pero ahora nos encontramos ante una amenaza que no podemos vencer, y el Protector hará lo necesario. Sed testigos de su sacrificio.
Bajó la vista. Yaotl estaba tranquilo, y le devolvió la mirada con resignada aceptación. Hizo un pequeño gesto de asentimiento. Tlicue hurgó entre sus ropas, y sacó un pequeño punzón de oro. Las manos le temblaban; sentía una especie de entumecimiento interior, como si estuviera viviendo todo aquello desde el cuerpo de otra persona. Con destreza, clavó el afilado punzón en el cuello del Protector, que no hizo el menor gesto de dolor. La sangre empezó a resbalar hacia el suelo, disolviéndose en una calima oscura, una niebla de muerte que comenzó a fluir serpenteante hacia la salida de la Cámara. El Sagrado lloraba bajo la máscara, mientras veía cómo el aliento de la vida se escapaba de entre los labios de su amigo. En unos minutos, los ojos de Yaotl se volvieron vidriosos y el sacrificio acabó. Un fuerte viento se levantó en la estancia, y todas las antorchas se apagaron.

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El día había transcurrido sin complicaciones. Después de la espantosa noche anterior, los hombres estaban inquietos, asustados. De no ser por el fuerte control del sargento, se habrían desmandado totalmente, cediendo al pánico. Pero la sensación de orden era solo ilusión: una simple chispa podía desatar un pandemónium espeluznante. A medida que pasaban las horas, la esperanza empezaba a renacer, la creencia en la posibilidad de que todo volvería a estar bien, que pronto regresarían a casa. Lentamente empezaron a caer en un sopor inducido, sin darse cuenta de su origen preternatural. Un ojo avezado, despierto, se habría percatado de que las sombras no presentaban un patrón coherente, sino que se movían como si tuvieran vida propia.
Los soldados dormían, incluso los que estaban de guardia: sentados en banquetas, de pie apoyados contra un árbol, allá donde estuvieran cerraban los ojos y se espaciaban sus respiraciones. Y cuando el campamento quedó en calma, las sombras se empezaron a mover, deslizándose sobre la tierra aplastada, rodeando sinuosas todo aquello que les obstaculizaba el camino, esparciéndose por el terreno hasta ocupar completamente el claro. Y entonces, como obedeciendo a una señal, empezaron a trepar por los cuerpos dormidos. Lo que quedaba del destacamento, murió sin un ruido, sin un movimiento, en silencio; y su carne desapareció.
A la mañana siguiente, cuando el sol saludaba a todos los seres de la jungla, un claro en el interior del bosque permanecía en silencio. Ni siquiera los insectos se acercaban por allí. Los restos de unas hogueras humeaban en el amanecer, que ponía de manifiesto una escena irreal. Todo tipo de pertrechos permanecían en su sitio: ollas, cuencos, botas de agua, esteras para dormir. Las armas se encontraban donde las habían dejado, algunas junto a sus piedras de afilar, otras junto a los cubiletes de pólvora. Pero lo más espeluznante eran las armaduras. Corazas apoyadas en los troncos, allá donde habían desaparecido los guardias. Camisas y calzones tirados en el suelo, todavía con la forma de sus propietarios. Un montoncito de monedas relucientes esperaba inútilmente a sus dueños, que se las habían estado jugando a los dados.
El tiempo iría, poco a poco, desperdigando esos restos, pero la vida nunca volvería al claro. La leyenda del sacrificio de Yaotl pasaría de boca en boca, engrandeciéndose, y la zona recibiría en adelante el nombre de “claro de Yaotl”, donde las sombras paseaban a su antojo, observando siempre, dispuestas a actuar cuando algo amenazase a su pueblo.

martes, 17 de febrero de 2015


UN DÍA COMPLETO.

Y ahora, un poquito de humor. Es un relato al que le tengo bastante cariño, la verdad, y en el que seguramente notéis cierto aroma a un escritor conocido. ¿Adivináis?

La bruja caminaba con paso resuelto colina arriba, en dirección a su cabaña. La seguía una muchacha, una joven campesina con un aspecto sano como una manzana: esto es, redonda y coloradota.

—Que no, Reme, que no te puedo dar un filtro de amor. Es imposible hacer que Manolo se enamore de ti. ¿Por qué no pruebas los métodos tradicionales? —iba casi gritando la mujer, mientras daba unas zancadas dignas de cualquier atleta.

—Es que estoy coladita por él… además, ¿a qué métodos se refiere?

—Ay hija, pues no sé, lo típico… ponle morritos, tírale un beso, mírale con las pestañas medio bajadas… ¡Yo qué sé, enséñale una teta! —Al escuchar el exabrupto, la chica se santiguó escandalizada.

—Pero ¿qué dice usted? ¿Qué diría mi padre si hiciera algo así? Seguro que se liaba a perdigonazos conmigo.

—A perdigonazos, ya; pero para llevaros al altar, so mema —masculló entre dientes, procurando que la moza, que la seguía como un perrillo, no la escuchase. Su mirada se iluminó: por fin había llegado a casa—. Mira, ya te he dicho que no hay hechizos de amor que valgan, así que tendrás que apañártelas como todas las chicas del pueblo. Hale, adiós, y acuérdate de decirle a tu madre que ponga los callos en remojo antes de lijárselos, que la última vez casi se queda con dos muñones en vez de pies. —Y dicho esto, aprovechó para cerrarle la puerta en las narices.

Con un suspiro de satisfacción, se acercó al fogón para empezar a prepararse un té, mientras repasaba mentalmente su provisión de hierbas. Le faltaba hibisco y escaramujo, tendría que reponerlos antes de que comenzase la época de resfriados. Estaba escaldando las hojas de infusión, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Tentada estuvo de hacerse la loca y fingir que no estaba en casa, pero la habían visto llegar y eso era imposible. Así que salió gruñendo a ver quién era.

—Remedios Canalejas, te he dicho que… ¡Anda, Manolo, pero qué casualidad! —exclamó con sorna—. Pasa hombre, no te quedes ahí, que vas a echar raíces. A ver, ¿qué tripa se te ha roto?

—Ehm… señora… este… —Manolo no se distinguía por su facilidad de palabra. Desde luego, la bruja no sabía qué podía ver Remedios en él.

—Muchacho, arranca, que no tengo todo el día —lo animó, impaciente.

—Pues verá, venía a… es que quiero rondar a la Reme, pero no creo que le guste, y me preguntaba… bueno, ¿no podría hacer una brujería de esas suyas para que la moza me mire con buenos ojos?

La mujer arqueó tanto las cejas que casi se le juntaron con el nacimiento del pelo. Madre mía, y yo que quería ser peluquera, lo que me iba a perder. Mirando al mozo, suspiró y decidió hacer de tripas corazón.

—A ver, Manolo, tienes que declararle tus intenciones… me refiero a decirle a Remedios que te gusta —se corrigió al ver la cara de desconcierto del chico al escuchar la palabra “intenciones”— y, por supuesto, llevar este amuleto que voy a darte. —Miró por todas partes hasta que vio una bolsita de tela en la que solo quedaban algunas hierbas; se la dio con un gesto ampuloso, que esperaba le diera un aspecto más mágico. El mocetón miró el objeto estupefacto, y con la boca abierta se lo llevó al corazón.

—Gracias señora, muchas gracias. En cuanto hagamos la matanza, le subiré unos chorizos, ya verá qué bien le salen a mi padre. ¡Gracias! —Y dándose la vuelta salió corriendo camino abajo.

La bruja cerró la puerta meneando la cabeza, murmurando para sí sobre la estupidez humana, y especialmente la de los manojos de hormonas que eran los jóvenes. A pesar de que ella tenía apenas cuarenta años, sentía como si hubiera dejado atrás la juventud hacía por lo menos sesenta. De hecho, consideraba que la juventud le debía años. Sumida en estos pensamientos, sirvió la taza de té y la llevó a la mesa de la cocina.

—Hay que ver, Adela, lo bien que te las arreglas.

Del respingo que dio la mujer, la taza fue a parar al suelo haciéndose añicos. Se quedó mirando cómo la cuchara, casi milagrosamente, daba vueltas sin cesar puesta de pie. De una patada la mandó bajo el aparador.

—Por dios, mamá, ¿es que siempre me tienes que dar estos sustos? —dijo, girándose para enfrentar al fantasma de su madre. Esta la observaba divertida, desde un estado translúcido que consideraba que le sentaba la mar de bien.

—Ay hija, no seas aguafiestas, que la eternidad es muy aburrida.

—Francamente —resopló Adela—, a veces estoy tentada de poner la casa patas arriba a ver si encuentro dónde narices has escondido tu alma. Aunque fuera necesario derribarla y buscar ladrillo por ladrillo.

—Ya. Y si encontraras el objeto al que me he ligado, ¿qué? ¿Ibas a destruirlo?

—No, pero conozco un claro muy bonito al que llevarlo. En un bosque. Lejos. De hecho, tan lejos que tardaríamos semanas en llegar hasta allí.

—Veo que tienes tan mal carácter como siempre. Ya sabía yo que serías una buena bruja —contestó su madre con cariño—, tienes aún peor genio que yo. Pero bueno, vayamos al grano: él tiene problemas otra vez.

El silencio se hizo en la habitación. De pronto, ambas rompieron a hablar a la vez.

—¡No puedes estar hablando en serio! No quiero tener nada que ver…

—¡Venga hija, no seas tan testaruda! Aunque no te guste, tienes que ayud…

Callaron al mismo tiempo y sostuvieron un duelo de miradas. El fantasma tenía las de ganar: en primer lugar porque tenía todo el tiempo del mundo, y en segundo porque al no tener realmente ojos, estos no le picaban por tenerlos abiertos. Con una sonrisa triunfante, vio cómo su hija abatía los hombros y desviaba la mirada.

—Vale, cuéntame qué ha pasado. —Y se sentó a tomar el té mientras su madre empezaba a explicarse.

*****

Si había algo que Adela aborrecía en el mundo, eran los nigromantes. No es que no le gustaran las cosas muertas, es que prefería que las cosas muertas se quedaran muertas. Estaba segura de que tener zombis o esqueletos vivientes paseando por ahí era como mínimo antihigiénico, por mucho que sus defensores estuvieran felices porque eran trabajadores que no pedían aumento de sueldo ni se declaraban en huelga. Por eso, cuando abrió la puerta de la vieja cabaña de una patada, su ceño podría haber detenido a un tranvía sin frenos. Esto es asqueroso, pensaba mientras entraba arremangándose el vestido, con cara de estar pisando estiércol rancio. El suelo estaba sembrado de huesecillos, trozos de piel medio putrefactos y otros objetos que prefería no analizar de cerca.

Al llegar al centro de la estancia, se detuvo frente a un pentáculo dibujado con tiza de color rojo y rodeado de símbolos místicos. Observó el diseño con ojo crítico y procedió a borrar algunas runas y sustituirlas por palabras de poder de su propia cosecha. Cuando terminó, se colocó enfrente y murmuró la contraseña secreta que sellaba todos sus hechizos, una palabra que sabía que era imposible que alguien descubriera.

—Cascoporro.

Inmediatamente el pentáculo comenzó a relucir con tonos verdosos, y poco después una figura con patas de cabra, grandes cuernos y un enorme libro en la mano, se materializó en su interior.

—¡Mortal, como osas perturbar al gran…! Vamos no me jodas, ¿tú otra vez? —preguntó el demonio con desesperación al ver quién lo había invocado— ¿Es que no puedo estar torturando almas tranquilamente sin que me vengas a molestar?

—¿Qué tal, Machupichu?

—¡No me llames así! —escupió furioso el ente— Mi nombre es Mhaawzshuprizzzsxhju, ¡ten un poco de respeto!

—Que sí, Machupichu, que sí. Por cierto, ¿qué es ese libro que llevas?

—¿Esto? —respondió, mirando al libro— Nada, un nuevo tormento que se le ha ocurrido al jefe. Es un compendio de legislación administrativa; tenemos que leérselo a las almas que nos llegan, y la verdad es que hace maravillas. A los pocos minutos se ponen a llorar y a suplicar que paremos y volvamos a los latigazos. ¡Pero estábamos hablando de mi nombre!

—Oye, vamos al tema y te soltaré, ¿vale? —interrumpió Adela al diablo, que se estaba preparando para una larga diatriba en defensa de su maligna identidad—. Mira, el nigromante que vivía en esta casa ha desaparecido, y quiero saber dónde está. Sé que eres el cotilla del inframundo, así que escupe lo que has oído.

—Ah, o sea, que después de lo que pasó hace dos años, que conseguiste que me degradaran a ser un demonio del cuarto infierno, ¡del cuarto, yo que era un Archidemonio!, me pides ayuda. ¿Y qué gano yo con eso? —preguntó, con una mirada enfadada y astuta.

—Te voy a contar todo lo que ganas —empezó a enumerar la bruja con los dedos—: que no te destierre al infierno con un cartel en la espalda que ponga Machupichu, que no haga correr la voz de que eres un simple “asusta niños”, que no te incinere con un hechizo divino, que no…

—Vale, vale, lo he pillado, es suficiente. Tú no conoces la palabra regatear, ¿verdad? Bueno, la cosa es que el nigromante empezó un conjuro para traer a la Muerte y una mosca se la jugó, así que en vez de venir la Muerte aquí, se ha catapultado él a su casa.

—¿Una mosca? —preguntó Adela, confundida— ¿Cómo que una mosca?

—Pues sí, una tontería: una mosca se posó en su nariz, estornudó, y el hechizo cambió de dirección. Es más común de lo que parece, no te creas —contestó con una risita—, recuerdo una vez que a un demonólogo, en plena invocación, le picó un mosquito en el culo y apaaaaarrggg…

Con un gesto distraído, la bruja rompió la atadura del demonio y lo mandó de nuevo a sus dominios, mientras cavilaba en el siguiente paso que tenía que dar.

*****

El cementerio estaba oscuro y tranquilo, como solía ser a la una de la madrugada. Claro que siempre se podía encontrar a algún aspirante a médico desenterrando un cadáver, o a una parejita que consideraba que una tumba era más estimulante que el típico pajar, pero por lo general nada perturbaba la paz de los muertos. Así que Adela escogió un precioso y coqueto mausoleo para el encantamiento que la llevaría a la Casa de la Muerte.

—Nunca entenderé por qué la hay que gastar más dinero en los muertos que en los vivos —pensó en voz alta, mientras preparaba los componentes que necesitaba para el sortilegio. Siempre se quedaba sorprendida al constatar cómo la gente pensaba que la brujería consistía en mezclar rayos de luna, ojos de tritón, alas de murciélago o sangre de una virgen. La realidad era bien distinta: la magia era una disposición mental y espiritual, y los objetos que utilizaba servían únicamente para conducirla a ese estado. Acabados los preparativos se tumbó en el suelo y cerró los ojos.

Cuando los abrió estaba en un jardín primorosamente cuidado y lleno de flores. La hierba se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y una suave brisa agitaba los tallos. A su derecha se levantaba una casita amarilla con tejado verde, y hasta ella llegaba el aroma del pan recién hecho. Se levantó y miró alrededor con detenimiento. Un poco más lejos de donde se encontraba había una figura inclinada sobre las plantas, así que se dirigió hacia allí. Estaba tan enfrascada en su tarea de podar y arreglar los rosales, que no se movió hasta que Adela se colocó a su espalda.

—Hola, Muerte.

La Muerte se giró. Parecía un anciano de aspecto apacible en el que solo desentonaban sus ojos, que eran solo unas cuencas vacías. Llevaba un mono de trabajo, botas de agua y una pequeña guadaña en la mano con la que cortaba las malas hierbas. Sonrió mostrando una dentadura perfecta, e hizo un gesto invitándola a hablar.

—He venido a buscar a alguien. Él estaba terminando un hechizo, cuando se confundió y… —La Muerte asintió, y con la mano le señaló la casa. Adela se dio cuenta de que los dedos eran extraordinariamente largos y delgados, con más articulaciones que las habituales. Ante la insistencia de su gesto, se despidió con la cabeza y se encaminó al edificio, dejando a la Muerte con su tarea.

Cuando cruzó el umbral, el olor a pan hizo que su estómago rugiera de hambre, de modo que lo siguió. En la cocina se encontraba un hombre mayor, de corta estatura, con una túnica roja bordada con runas en negro, sentado a la mesa tomando té con galletas. Adela suspiró y se frotó los ojos.

—Hola papá. Anda, que voy a sacarte de aquí.

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De vuelta en la cabaña, una Adela enfurecida daba vueltas por la sala, mientras su padre, sentado a la mesa frente a ella, se retorcía cabizbajo las mangas de la túnica.

—Es que no sé cómo se te ha podido ocurrir algo así. Vamos, ¿traer a la Muerte? ¿Pero es que no queda cerebro en esa sesera tuya, papá?

—Solo… solo quería obligarla a traer de vuelta a la Señorita Bubis —musitó el nigromante, avergonzado.

—¿Señorita Bubis? —preguntó perpleja— ¿Quién es la Señorita Bubis?

—Es mi gata. —Adela se quedó mirando a su padre, completamente estupefacta.

—¿Tu gata? ¿Todo esto por una gata?

—No es una gata, es mi gata. Es una estupenda cazadora de ratones, y además la enseñé a traerme sus restos para que pueda practicar —contestó el hombre, levantando la cabeza con aire digno. Su hija se lo quedó mirando.

—Mira, papá, ¿qué te parece si te traigo un hurón, eh? Un joven del pueblo, que seguramente a estas horas me deberá un par de favores, los adiestra para atrapar ratones, ratas y serpientes pequeñas. Seguro que te será muy útil para tu… eh… ocupación.

—¿Un hurón? Vaya, cómo no se me habría ocurrido antes —dijo su padre, entusiasmado—. Es una idea muy interesante, además podría enseñarle a que me los trajera vivos como cuando tu madre y yo…

—¡No quiero saber más! —lo interrumpió Adela levantando la mano. Bastante malo era ser el resultado de un escarceo amoroso entre una bruja y un nigromante en una noche de borrachera, como para que ahora le dieran detalles escabrosos—. Hablaré con Manolo, y cuando lo tenga te lo traigo. Bueno, ya es tarde, me voy a casa. Cuídate, papá. Ah, por cierto, si no quieres que tu próxima invocación te traiga a un demonio enfurruñado con complejo de inferioridad, revisa el pentáculo.

 

Una hora más tarde, acostada en su cama disfrutando de la tranquilidad nocturna, Adela reflexionaba. Un arreglo amoroso, una invocación demoníaca, una visita a la casa de la Muerte de lo más interesante, y la promesa de conseguir un hurón para mi padre. Desde luego, odio los lunes; a saber qué pasará el resto de la semana. Y con ese pensamiento, se quedó dormida.