PURGATORIO
El Papa Alejandro XXIII abrió los ojos con los primeros
rayos de luz que entraban por la ventana. Los sollozos de la chiquilla que se
encogía a su lado despertaron exquisitos escalofríos de placer en su
entrepierna; desgraciadamente no tenía tiempo para volver a poseer a la niña.
—Anda, pequeña, levántate y ve con tu familia. Y recuerda:
este servicio no me lo has hecho a mí, sino a Dios.
La temblorosa criatura se levantó de la cama ocultando el
rostro bajo el cabello enmarañado. No contaba más de doce años, pero por sus
muslos ya resbalaba la sangre que marcaría el inicio de su vida de mujer. Esta
visión provocó una erección tan brutal en el hombre que a punto estuvo de
tumbarla nuevamente sobre la cama para volver a violarla. Pero se contuvo: esta
mañana tenía mucho que hacer, el servicio pastoral era muy absorbente. Además,
la niña tenía una preciosa hermana dos años menor, a la que seguramente podría
llamar esa misma noche a su lecho, puesto que los padres eran unos cristianos
obedientes y siempre deseosos de servir al Señor.
Desde que en 1314 el Papa Clemente V autorizó la quema de
Jaques de Molay, el último templario, el poder de la Iglesia no había hecho más
que crecer. Cuando De Molay maldijo al Rey Felipe, a Nogaret y al propio Papa,
emplazándolos a morir en un año, poco podía imaginar que el efecto iba a ser
justo el contrario: Felipe y Nogaret fallecieron, pero Clemente conservó una
excelente salud durante diez años más, que utilizó para mayor gloria del
catolicismo.
Los diferentes sucesores en la silla de San Pedro
continuaron con el trabajo de Clemente, construyendo una Iglesia cada vez más
fuerte y más influyente en las Cortes de todo el mundo. Las innumerables
Cruzadas emprendidas aseguraron la continuidad de este poder dedicándose a
aplastar cualquier tipo de resistencia: en las Américas, en el continente
africano, en Asia, los cristianos regían la vida y la política de todos los
Estados, en cuyos tronos se sentaban el Rey y sus dos consejeros, Obispos
nombrados por el Papa. Y aquellos seres inferiores, negros, chinos o moros,
ocupaban el lugar que les correspondía: el de esclavos y servidores del Señor,
representado por todas las categorías eclesiásticas existentes, desde simples
monjes a la más exclusiva Curia de cada nación.
Ahora, casi mil años después del gran Clemente V, la Iglesia
Católica se encontraba en su punto más álgido: iban a negociar la rendición de
una de las pocas zonas que aún se resistían, la rebelde Siberia. Esta tierra
inhóspita había frustrado todos los intentos de control de la Iglesia. Tenían
la absurda idea de que el hombre puede gobernarse a sí mismo, y eso solo les
había reportado el aislamiento económico de todo el mundo, cosa que dada su
extensión y recursos propios, únicamente los había fortalecido. Una sucesión de
malas cosechas y enfermedades del ganado, en parte orquestadas por el poder eclesiástico—que tenía enormes
laboratorios donde se experimentaba con todo tipo de bacterias—, en parte
catástrofes naturales, había traído la hambruna al país, y ahora no les quedaba
otra opción que doblegarse ante la fuerza del Papa Alejandro XXIII.
Desnudo y sumido en estos pensamientos, Alejandro se acercó
a los grandes ventanales del rascacielos que dominaba la Plaza de San Pedro. La
anterior residencia papal había sido destrozada por un terremoto, y la Iglesia
decidió no reconstruirla como estaba, sino elevar un edificio de trescientas
cincuenta plantas para reinar sobre los mortales desde el punto de vista de
Dios. Y el último piso era enteramente la residencia papal, construida con el
mayor de los lujos tanto en materiales como en decoración.
El Papa se volvió, y compuso una media sonrisa al ver la
sangre en las sábanas arrugadas. No comprendía cómo alguno de sus Prelados
prefería a los muchachos; sentir el cuerpo de una jovencita mientras la penetraba,
la suavidad de su piel, las lágrimas calladas resbalando por sus mejillas, era
una satisfacción tan grande como salir en los hologramas públicos y ser adorado
por la muchedumbre. Y como era un Servicio Divino, no faltaban familias que
donaban a sus pequeñas más puras para el disfrute del representante de Dios en
la Tierra. Según la Ley Eclesiástica no podían superar los trece años, ni haber
sido mancilladas, porque de lo contrario el Servicio no tenía valor. Claro que
siempre había la posibilidad de producir la sangre por otros métodos, pero
Alejandro era bastante escrupuloso en lo referente a la sodomía. La toleraba
entre sus Obispos, pero no se la permitía a sí mismo: incluso el poderoso
representante de la Iglesia debía tener sus límites.
Se acercó a un lujoso armario de madera de palisandro y sacó
la ropa que se pondría aquel día: el alba blanca, casulla púrpura bordada en
oro, mitra papal y palio arzobispal de color negro con las cruces bordadas en
blanco. Salvo en los colores, la vestimenta se había mantenido inalterable a lo
largo de los siglos, lo que hacía que los rituales eclesiásticos tuvieran aún
más fuerza en aras de la tradición. Se vistió con las pesadas prendas, y salió
de la habitación en dirección a la sala de comunicaciones: era casi la hora de
la bendición papal.
La sala de rodaje estaba abarrotada de técnicos de sonido y
cámaras, todos bebiendo el costoso café que se tomaba en el Vaticano, y que ponían
a su disposición desde primera hora de la mañana. Alejandro XXIII abrió la
puerta del habitáculo y se hizo un silencio reverente; todos los presentes se
postraron de hinojos, como era obligado hacerlo ante el primer ministro de la
Iglesia, so pena de cárcel. Él pasó entre los hombres sintiéndose como Moisés
cruzando el Mar Rojo, y se sentó frente a la mesa, bajo el crucifijo que
dominaba la estancia.
—Levantaos, hijos míos, y demos comienzo a la oración del
día.
Como si esas palabras hubieran convocado a un vendaval, la
agitación se derramó sobre todos los presentes, que de pronto estaban en sus
puestos hablando a voces, soltando improperios, ajustando lentes, todo para
poder emitir a tiempo para las diez de la mañana, hora en que el mundo se
paralizaría para escuchar al Papa. Alejandro observaba complacido el despliegue
para su mayor gloria, sentado tranquilamente a la espera de que fuera el
momento. No tenía ni siquiera que ensayar su discurso: hablar al mundo
resultaba tan natural para él como respirar. Durante unos segundos todos
callaron, mirando un reloj que marcaba la cuenta atrás. La voz de alguno de los
presentes se alzó, estentórea: “emitiendo”; y una luz roja se iluminó en la
pared de la puerta de entrada, prohibiendo el paso a cualquiera que tuviera la
intención de interrumpir.
—Buenos días, hijos míos, recibid mis bendiciones —comenzó
el Papa, con voz pausada y gestos tranquilos—. Hoy es un día especial. Como
muchos habréis escuchado, por la gracia de Dios los siberianos han decidido
postrarse ante mi sagrada presencia, reconociendo sus pecados contra la Santa
Madre Iglesia, Dios y sus ministros. Han sido castigados por su rebelión y han
comprendido finalmente que nada se puede hacer contra la justicia de Nuestro
Señor. —La voz de Alejandro se iba elevando, y un brillo de fanatismo iluminaba
sus ojos— ¡Penitencia! Eso es lo que gritan los Ángeles y Arcángeles al oído de
Dios. ¡Penitencia! Y ese camino es el que seguiremos, para mayor gloria del
Padre. Todos los que atenten contra los mandatos divinos, sufrirán en nuestro
mundo, en nuestro Purgatorio, y no podrán salir de aquí para disfrutar las
mieles del Cielo junto a Dios y Jesucristo. Y los siberianos no serán los
últimos en caminar por el sendero del perdón: vestirán las ropas de los
penitentes, servirán a la Iglesia, se sacrificarán…
Durante media hora más, el Papa Alejandro XXIII habló ante
su obligada audiencia. En ocasiones exaltado, a ratos esbozando gestos de
perdón, desgranó todas las miserias a las que se iban a someter los descreídos
si querían ser admitidos en el seno de la Iglesia. Un sudor espeso fruto del
fervor empapaba su cuerpo bajo el alba, pero él apenas se daba cuenta.
Terminando el discurso con una última bendición, las cámaras se apagaron y un
aplauso reverberó por la sala. Con un suspiro cansado, el Papa se levantó, se
despidió de los presentes y salió de la habitación.
Caminando en dirección a sus aposentos, iba entusiasmándose
cada vez más. Esperaba que Él hubiera escuchado su discurso y se sintiera
satisfecho. Desde que manifestó Su presencia, Alejandro conocía el destino que aguardaba
a la Tierra, a ese Purgatorio, y cómo debía llevarse a cabo. Entró en el
dormitorio principal y pasó al baño a darse una ducha y purificar su cuerpo,
lavando a conciencia todas las partes de su cuerpo, externas e internas. Se
vistió con una túnica limpia y se dirigió al pie de la cama, donde un resorte
en una de sus patas abría una puertecita oculta en el cabecero. Era un sistema
bastante rudimentario, pero en un mundo obsesionado por la tecnología resultaba
terriblemente efectivo.
Con reverencia, sacó un cofre sencillo, con una cerradura de
combinación mecánica. Las manos le temblaban mientras giraba las ruedecillas,
hasta el punto de equivocarse y tener que volver a empezar. Por fin dio con las
posiciones adecuadas y el recipiente se abrió con un chasquido. En su interior,
forrado en terciopelo, descansaba una banda metálica con diminutos sensores y
cables alrededor. Muchos años atrás, la “Corona de la Oración” había sido
diseñada para aumentar la capacidad de meditación y oración de los Ministros de
Dios mediante la modificación de la actividad neuronal con el uso de diferentes
radiofrecuencias, pero pronto vieron que su utilidad llegaba más allá,
muchísimo más.
El Papa se sentó en una silla con la espalda bien recta, se
colocó el artilugio y encendió los tres interruptores que tenía en un costado.
Inmediatamente comenzó a ver espirales de color que giraban a su alrededor,
embebiendo todos los muebles de la habitación en sus vórtices; una miríada de
olores, ninguno claramente identificable, inundó su olfato, saturando su
capacidad hasta que se sintió mareado. Ya sabía lo que vendría después:
sonidos, muchos sonidos que se entrecruzaban haciendo que sintiera ganas de
vomitar, agudos, graves, oscilantes. Y de pronto todo cesó, parecía que el
planeta entero contenía la respiración esperando acontecimientos.
—Padre… Padre, ¿estáis ahí? No os siento, Señor.
—Alejandro. Alejandro, estoy contigo, hijo mío —respondió
una voz lejana, levemente distorsionada por el efecto de la Corona. De
inmediato los colores y olores volvieron, pero con mucha menos intensidad. Una
coloración en tono rosado comenzó a hacerse más visible, y en su centro se
vislumbraba una figura, de la que provenían esas palabras. Lágrimas de
agradecimiento empezaron a brotar de los ojos del Papa, que continuó hablando
entre temblores.
—Señor, soy tu siervo, tu esclavo, estoy aquí para servirte,
para…
—Lo sé, lo sé —interrumpió la silueta, cada vez más cercana.
Poco a poco se iban apreciando sus formas, vagamente humanoides, pero dotadas
de una cualidad excesivamente flexible como para pertenecer a un hombre.— Dime,
¿has arreglado el asunto de Siberia?
—Por supuesto, Maestro, pero eso ya lo sabíais —respondió
dubitativo Alejandro, sorprendido por la impaciencia de Dios, y también porque siendo
omnisciente mostrase ese desconocimiento de la situación del mundo.
—Hijo mío, estaba poniéndote a prueba —continuó el ser, en
un tono mucho más calmado.— Eres mi Voz en el Purgatorio, el Guía que los
llevará a todos a Mi diestra, y por eso te he concedido más poder del que
habrías podido imaginar.
Alejandro XXIII cayó de la silla, postrándose de rodillas,
mientras los colores empezaban a girar a mayor velocidad. Era cierto, todo lo
que su Dios decía era cierto, desde que se había creado la Corona los Papas
hablaban directamente con el Señor, pero el poder acumulado y la frecuencia de
las comunicaciones durante su mandato eran mucho mayores que con cualquiera de
sus predecesores. Pronto irían al Paraíso, y él estaría a la diestra del Padre,
por ayudar a todas las almas a salir del Purgatorio, al menos a las que lo
merecieran.
—Alejandro, debes ser más diligente. Los humanos no sois lo
suficientemente rigurosos en vuestros sacrificios. Las almas que me has enviado
no eran bastantes para expiar vuestros pecados.
—Pero Padre —respondió desconcertado el Papa—, las personas
que hemos enterrado en las Cuevas de Expiación eran las más puras, las que
siempre iban a la Iglesia, las que…
—¡Silencio! ¿Osas dudar de Mí? —La figura era cada vez más
nítida. Alejandro nunca lo había visto tan de cerca, ni lo había sentido tan
impaciente. Observó la silueta mientras ésta seguía hablando. El gris era lo
que más dominaba en lo que parecía su atuendo, y unos apéndices alargados hormigueaban
por sus costados, de forma que parecía tener más brazos de lo humanamente
posible. El Papa comenzó a sentirse intranquilo por la visión.— La venida al
Paraíso debe producirse bajo tu mano redentora, y para ello has de concienciar
a la gente de la importancia de la fe. Necesito más almas. No te atreverías a
contradecirme, ¿verdad?
La intranquilidad se había transformado en miedo. El ser que
se acercaba entre los torbellinos de color tenía de humano solamente la forma
bípeda. De su cabeza sobresalían varios probóscides que temblaban mientras
parecían olfatear a su alrededor. Lo que le había parecido ropa era en realidad
su cuerpo desnudo, en el que ahora podía distinguir un torso de aspecto rugoso
y fláccido, de cuyo centro sobresalían seis brazos esqueléticos que se movían
espasmódicamente de un modo en apariencia independiente. Las piernas tenían
tres articulaciones opuestas entre sí, doblándose en ángulos tan extraños que
casi parecían un efecto óptico. Alejandro empezó a luchar consigo mismo para
quitarse la Corona, pero una extraña lentitud se había apoderado de todo su organismo,
mientras que los colores giraban y giraban enloquecidos. Por fin, cuando el
Papa estaba tirado temblando en el suelo, los remolinos cesaron, y un frío
glacial inundó la estancia. La figura se había materializado ante él.
—Levántate, Alejandro —le ordenó el ente, mientras agarraba
al hombre del cuello y lo incorporaba fácilmente. Cuando se cercioró de que
podía tenerse en pie sin ayuda, lo soltó. Alejandro miraba horrorizado a
aquello que había llamado Dios durante todos estos años, y sacó fuerzas de
flaqueza para hablar.
—¿Q… qué eres, demonio? ¡Apártate de mí! —Una risa
gorgoteante salió de la cabeza de la criatura, que comenzó a pasear alrededor
del Papa, con los apéndices de su cabeza siempre orientados hacia él.
—No seas estúpido. ¿Dios, demonio? En realidad no soy más
que uno de los habitantes que moran en todas partes. Y tu “Corona” me ha traído
hasta aquí —explicó el ser, con un inequívoco tono de sorna.— Piénsalo
Alejandro —continuó, ahora más amable—, ¿no te he dado lo que siempre has
querido? ¿No tienes poder sobre toda la humanidad en éste planetucho? ¿Qué importa
quién te otorgue ese poder?
El Papa, aún atemorizado, comenzó a escuchar sus palabras
con creciente interés. La criatura parecía querer algo de él, pero aún no sabía
qué, y todavía no se atrevía a preguntar.
—Cuando creías que era tu Dios, estabas dispuesto a darme
todas las almas que deseara. Pues ahora es lo mismo, solo que han de ser en
mayor cantidad. Millones, para ser exacto. Quiero Siberia, a todos los
siberianos para mí. Llévalos a esas cuevas tuyas, ciérralas, y a partir de ahí
nos encargaremos nosotros. En definitiva, ya estabas dispuesto a hacerlo, solo
que más espaciadamente, ¿no es cierto?
—Pero —contestó titubeante Alejandro, pero cada vez más
envalentonado—, ¿qué va a pasar con todas esas personas? ¿Para qué las quieres?
¿Y quiénes son esos “nosotros” del que hablas?
—Veo que vuelves a ser tú mismo, y eso me alegra. No me
gustaría haber escogido mal. ¿Qué te importa lo que les ocurra? Son infieles,
como tú mismo los has definido esta mañana, así que no debería preocuparte,
como ha ocurrido hasta ahora con todos los que has mandado al sacrificio. Igual
que no te preocupa la suerte de la niña que has poseído esta noche, ni la de la
hermana que quieres utilizar después. Y así debe seguir siendo; tú continuarás
como el más poderoso de los hombres, haciendo y deshaciendo a tu antojo, y
nosotros, mi raza, tendremos lo que necesitamos. Es un trato justo, me parece.
—¿Y si me niego?
—Pues tomaremos lo que queramos, pero por la fuerza y
empezando por ti —respondió el ser con crudeza, mientras los brazos y los
probóscides de su cabeza se estremecían, tal vez de anticipación.— Esto es lo
que tu Iglesia llama “libre albedrío”, así que puedes escoger.
Alejandro se rindió ante la evidencia de que ese no era
Dios, y en aquel momento descubrió que tampoco le importaba. Quería el poder,
lo necesitaba, y amaba el estatus que había conseguido a lo largo de su vida.
Con fe o sin ella, las cosas seguirían como estaban. Se arrodilló ante la
criatura, bajó la cabeza y murmuró “sea”. Notó cómo varios de esos apéndices se
posaban en su cabeza delicadamente, pero no sintió temor. Un momento después,
le fue retirada la Corona y todo desapareció: los colores, los sonidos, y
afortunadamente el ente.
Aquella noche, un Alejandro XXIII totalmente recuperado de
la experiencia, dejaría escritas las órdenes relativas a Siberia y su castigo,
y llamaría a las dos hermanas a su lecho. Los padres, henchidos de gozo por servir
a Dios, las llevarían en persona a la puerta de sus aposentos, sin mirar atrás.
Ese era su poder, esas sus prerrogativas, y las aprovecharía al máximo hasta la
hora de su muerte. O de su sacrificio.
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