SANGRE DE MI SANGRE
No sabría decir cuándo empezó mi locura: si el día en que
Phillipe murió, o cuando encontré a Odette, mi esposa, sumergida hasta el
cuello en una bañera de agua teñida con su propia sangre.
Odette siempre fue una mujer alegre y llena de vida; su
sonrisa, el brillo de sus ojos, iluminaban cualquier estancia en la que se
encontrara. El día en que el cólera se llevó a nuestro hijo fue el comienzo de
su declive: su vitalidad se esfumó, apenas comía algún mendrugo de pan y se
aseaba lo mínimo imprescindible. Cuando llegaba de trabajar, no me prestaba
atención más allá de un frio saludo que precedía a su inevitable salida de la
habitación. Llegué a creer que me evitaba, que tal vez me culpaba de la muerte
de Phillipe, pero hoy comprendo que simplemente era incapaz de mirarme a los
ojos porque le recordaban demasiado a los de nuestro hijo. Pasaba todo el
tiempo del que disponía en la sala de costura, donde un gran retrato familiar presidía
la estancia desde su lugar sobre la chimenea. En él se nos veía felices a los
tres, mi esposa sonriendo y nuestro pequeño de cinco años sentado en el regazo,
jugando con su cabello.
El momento en que la sorprendí riendo y hablando con el
retrato fue como una bofetada para mí. En aquel momento debí haber reaccionado,
haber supuesto que algo no iba bien, pero la vorágine en que mi empresa se
hallaba sumergida hizo que no le diera demasiada importancia. Me decía,
ignorando las punzadas en mi corazón, que era beneficioso que hubiera
recuperado su alegría, aunque solo fuera durante el tiempo que pasaba en
aquella sala. Y un par de meses después, al regresar a casa, descubrí que mi
esposa se había cortado las venas. Afortunadamente, o tal vez no tanto, pude llamar
al médico y salvarla antes de que la vida se escapase por sus muñecas. Una vez
recuperada, el doctor le diagnosticó histeria post traumática y le puso un
tratamiento a base de opiáceos que la mantenían en un estado de constante
aturdimiento.
Y fue entonces cuando empecé a pensar en la posibilidad de
traer a Phillipe de vuelta.
* * *
Mecánicas Fouchard, con sede en París, se había convertido
en la mayor empresa de fabricación de autómatas a nivel mundial, con sucursales
en medio planeta. Louis Villepan dirigía la delegación londinense, para lo que
se había trasladado junto a su esposa Odette y su hijo Phillipe a la capital
británica; era una de las más rentables gracias al gusto de los ingleses por
gastar su dinero en autómatas que facilitara sus vidas. Autómatas para cocinar
y ocuparse de las tareas domésticas, para pasear al perro, autómatas que
conducían vehículos; incluso se estaba trabajando en un modelo policía que, de
conseguir el resultado esperado, podría multiplicar exponencialmente las
ganancias de la familia Fouchard.
Louis trabajaba junto a un magnífico equipo de ingenieros y
psiquiatras, en lo que gustaba denominar como su “equipo de trabajo para la
chapa y el alma”. Uno de los principales escollos a salvar era la necesidad de
construir un autómata que tuviera algún tipo de discernimiento entre el bien y
el mal, para poderlo destinar a la aplicación de la ley. Las máquinas
construidas hasta el momento sabían obedecer unas órdenes sencillas, dos o tres
por ejemplar, de manera que solo eran útiles para tareas rutinarias, y desde
luego sin ningún tipo de moral más allá de realizar aquello para lo que habían
sido fabricados. El reto estaba en insuflar al hombre mecánico algún tipo de
conocimiento, de personalidad, de “alma” en definitiva, para acercarlo más al
concepto humano de ser vivo. Y ahí entraba en juego la labor de los doctores de
la mente, ayudando a construir unas placas que, una vez introducidas en el
interior del constructo, le permitirían realizar una acción similar al
pensamiento.
Villepan no sabía muy bien cómo funcionaba aquel proceso. Estaba
al tanto de los experimentos de Nikola Tesla, pero lo que realmente había
supuesto un paso de gigante fueron las teorías de Giaccomo Rossi, un físico
interesado por la psicología y lo paranormal. Este había ideado una serie de
componentes que mezclaban la electricidad y los combustibles fósiles como el
carbón, aunando cielo y tierra como él mismo defendía, y que consideraba que
eran los cimientos del alma humana. Aunque para Louis el sistema resultaba
incomprensible, lo cierto es que cuando las placas eran colocadas en un
autómata, lo animaba una cierta lucidez y conocimiento de sí mismo que
maravillaban a sus creadores.
Y entonces el cólera se llevó a su hijo, y todo su universo
se puso patas arriba. La decadencia de su esposa se dejaba ver en el aspecto de
Louis, siempre tan atildado e impecable: había adelgazado, y unas profundas ojeras
negras circundaban sus ojos. Aunque nunca había sido amigo de bromas y
chascarrillos, solía tener un humor excelente y buen trato con sus subalternos,
pero cada vez estaba más serio y taciturno, llegando a no pronunciar palabra en
todo el día. Su equipo no lo sabía aún, pero la mente del director estaba cada
vez más ofuscada por la obsesión de revivir a su hijo. El cuerpo no era ningún
problema, hacía tiempo que estaban trabajando con unos materiales que tenían un
aspecto muy similar a la piel humana, pero el verdadero obstáculo era recuperar
o recrear el alma del niño.
Pasaba las horas en su estudio, haciéndose traer toda la
información existente sobre los avances científicos y espirituales, inmerso en
tratados ocultistas que le habían costado una fortuna, y visitando en sus horas
libres a espiritistas y magos de toda Inglaterra. Hasta que conoció a Guilleaume
Foscar.
* * *
¡Oh, maldita la hora en que conocí a Guilleaume, ese mal
nacido, maldito brujo que trajo la ruina a mi vida! La culpa fue mía, lo sé,
consumido como estaba por la pena y la desesperación: perdí a mi hijo, y estaba
a punto de perder a mi esposa. Y entonces se presentó aquel canalla, con la
solución, decía, a mis problemas. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo,
pidiendo verme en la antesala de la oficina, con su sombrero ladeado y su
arrugado rostro sin afeitar.
—¡Le digo que a mí querrá verme, idiota! —gritaba a mi
secretario Jerome, que infructuosamente intentaba que se marchara. Al oír las
voces salí de mi despacho a ver qué sucedía, y un desagradable tufo a alcohol y
humanidad asaltó mis fosas nasales. El individuo que había ante mí,
desharrapado aun envuelto en su oscuro gabán, exudaba no obstante una fuerza y
un magnetismo intrigantes. Yo había pasado toda la tarde inmerso en unos
panfletos sobre espiritismo, más propaganda que información científica, pero en
aquel entonces todo me servía.
—¿Qué sucede, qué es este escándalo? —pregunté, frunciendo
el ceño en mi mejor imitación del empresario molesto. Ante mi interrupción, el
talante del sujeto se volvió automáticamente servicial, y soltándose con
facilidad del agarre de Jerome, se me acercó haciendo ostentosas reverencias.
—¡Oh señor Villepan, es un honor conocerlo! Los avances
tecnológicos de su compañía son fascinantes y, ahora que lo tengo ante mí, veo
que fruto de su trabajo y talento.
—Verá, señor…
—Foscar, Guilleaume Foscar es mi nombre, y vengo
arrastrándome, suplicándole unas migajas de su escaso tiempo, que a tan nobles
empresas dedica…
He de reconocer, para mi mayor vergüenza, que me sentí harto
complacido por los halagos que el hombre me dedicaba, creyéndome merecedor de
todos ellos en grado sumo. Entre cumplidos y gestos ampulosos, conseguí
conducirnos al interior del despacho y cerrar la puerta. Inmediatamente el
comportamiento del individuo cambió, tornando las muestras de admiración en
gesto de orgullo; incluso pareció crecer en centímetros.
—Señor Villepan, vengo a hablarle de algo de suma
importancia —comenzó, con una voz cavernosa mucho más ronca de la que había
mostrado en la antesala—. Ha llegado a mi conocimiento que usted podría
necesitar de mis… servicios.
—No sé de qué me está hablando —respondí, perplejo.
—Muy sencillo: sé que su hijo ha muerto y que su esposa está
en un estado, digamos, decaído —prosiguió sin tregua. Un escalofrío recorrió mi
espalda, a medias entre el horror por mi desgracia y el hecho de que ésta fuera
de su conocimiento—. Sé también a qué se dedica su empresa, el tipo de autómata
en el que están trabajando. Por otro lado, he oído de su infortunio y de la
búsqueda hercúlea que realiza. ¡Y yo puedo ayudarlo, puedo hacer que el alma su
hijo vuelva de entre los muertos para habitar un nuevo cuerpo mecánico!
Empalidecí. ¿Qué estaba diciendo este hombre? Nunca, en ninguna
de mis investigaciones, había oído hablar del tal Guilleaume Foscar, y estaba
convencido de que en mi plantilla constaban los mejores profesionales que el
arte de los autómatas necesitara. También sabía que el nuevo modelo animado no
era aún del dominio público, así que estaba asustado por el alcance de lo que
él me estaba desvelando. Hasta que caí en la cuenta de lo que me ofrecía: la
vida de mi pequeño. La mía.
—No entiendo exactamente a qué se refiere, señor Foscar. La
moralización de los constructos está aún en una fase muy preliminar y es
imposible…
—¡Imposible! ¡Ja! No existe lo imposible cuando el genio y
la razón se aúnan para trascender una realidad desvaída como esta en la que
usted cree. Y yo, señor mío, soy un genio —replicó el hombre, mirándome con
unos ojos en los que relucía una chispa de un fuego que podría quemar mi alma—.
Deme un cuerpo mecánico, consígame lo que necesite, y yo haré volver a su hijo
del más allá. Recuperaré su alma y usted recuperará a su familia.
Mientras hablaba se iba acercando a mi mesa, tras la que me
había desplomado al principio de su diatriba sin poder creer en lo que
escuchaba, sin atreverme a creerlo. Las últimas palabras me las dijo susurrando
apenas a unos centímetros de mi cara, y ahora lloro al recordar que su apestoso
aliento me pareció entonces el más sublime de los perfumes. La mera idea de
volver a recrear el cuadro de la sala de costura se me antojaba entonces más
una promesa que una utopía, y la obsesión me cegó.
—Muy bien, señor Foscar. Dígame qué necesita.
Y el canalla empezó a hablar.
* * *
Los ingredientes que Foscar necesitaba, prácticamente
rozaban en lo absurdo. Algunos eran tan banales como sal y pimienta, arena de
huerto o conchas marinas, pero otros resultaban tan estrambóticos como siniestros:
el suspiro de un moribundo o las lágrimas de un niño eran sólo un ejemplo. Pero
Villepan estaba tan trastornado con la posibilidad de recuperar a Phillipe que
no veía el ridículo que hacía entrando de madrugada en un antro en el que sabía
que estaba falleciendo un mendigo, y desde luego no le parecía mal golpear a un
chiquillo hasta hacerle llorar. Estaba dispuesto a todo.
Cada vez prestaba menos atención a su trabajo; permanecía en
la empresa el tiempo suficiente para despachar cartas, escribir recomendaciones
o aprobar facturas, dejando casi toda la organización en manos de su secretario
Jerome, que se mostraba muy preocupado por la desidia de su jefe y mentor. Pero
un día que empezó a abordar el cambio de actitud en Louis, éste lo echó de su
despacho con cajas destempladas, y desde entonces no se atrevía a mostrar su
extrañeza frente a él.
Con el pretexto de realizar unas comprobaciones, encargó a
sus ingenieros un constructo del tamaño de una criatura de cinco o seis años, ajeno
a la sorpresa con la que fue recibida su petición. Ansioso, se lo llevó a
Foscar ansiando su aprobación; en el tiempo que llevaban trabajando juntos,
Villepan era quien había adoptado un talante servil frente al otro, tal como un
alumno admira a su maestro, y no era consciente del desprecio con que era
tratado. Guillaume apenas prestó atención al autómata, indicando con un gesto
que lo dejara en el fondo del almacén donde trabajaba.
—Guillaume, ¿cuándo tendrá todo preparado para traer a mi
hijo? —era la pregunta que hacía Louis casi a diario, nada más entrar al almacén.
Sin muestras de haberlo oído, Foscar continuaba trabajando en un conjunto de
matrices que exhalaba un humo fétido que contaminaba toda la estancia. Discretamente,
Villepan repitió— ¿Guillaume?
—¡Déjeme tranquilo, infiernos! —ladró Foscar. De inmediato,
al ver que Villepan se erguía, recuperado en parte su orgullo por el exabrupto,
continuó con más amabilidad—. ¿No ve que necesito concentración, hombre de
Dios? Vaya, ha traído un maniquí del tamaño adecuado. No tema, en pocos días
estará terminada mi obra, y entonces podrá tener a su Phillipe. Solamente
necesito unas cosas más.
Louis suspiró, preparándose en su fuero interno para otra
larga serie de correrías buscando los extraños ingredientes que a Foscar se le
ocurriese encargarle. Para su sorpresa, la lista se reducía a cinco apuntes.
—En primer lugar, necesito cinco bobinas de Tesla, un ataúd
de cobre del tamaño del autómata, cinco varillas de cobre de tres pies de largo
y un recipiente de plata maciza del tamaño de un puño, con un agujero en medio.
También deberá traerme algo que perteneciera a su hijo, un mechón de cabello o
algo así.
—¿Serviría un diente de leche? Mi esposa guarda uno en un
relicario que apenas se pone.
—Sí, sí, un diente sería perfecto —contestó Foscar,
volviendo a la mesa de trabajo—. Ahora, si me disculpa, debo continuar
trabajando: estoy en un momento delicado y no puedo distraerme.
Sin prestarle mayor atención, lo despidió con un gesto de la
mano; intimidado una vez más, Villepan se retiró sin volver la mirada atrás, por
lo que no pudo ver al hombre observarlo de reojo con una extraña sonrisa en el
rostro.
* * *
Apenas me costó encontrar los objetos que me había pedido.
Bobinas de tesla teníamos de sobra, ya que eran muy utilizadas para activar las
placas del alma, como las llamábamos entonces, y que permitían a nuestros
autómatas tener cierto remedo de pensamiento. Los objetos de cobre resultaron
algo más problemáticos, especialmente el sarcófago, pero con unos cuántos
favores cobrados aquí y allá y un buen fajo de libras, pronto lo tuve en mis
manos. Un joyero fabricó el objeto de plata sin hacer preguntas, y conseguir el
diente fue harto sencillo; en aquel entonces, mi esposa era poco más que una
parte de la decoración de la casa, constantemente aturdida por el opio. Apenas
se levantaba ya de la cama, todas las comidas las hacía en el dormitorio merced
a la diligencia de su doncella, y si presentaba un aspecto ligeramente más pulcro
que antes, era porque la muchacha lavaba su cuerpo con una reverencia nacida de
la compasión. Sólo tuve que entrar en la habitación en un momento en que la
criada estaba aseando a mi esposa en el cuartito contiguo, abrir el relicario y
sacar su contenido. Sabe Dios por qué en ese momento tuve un escalofrío y la
necesidad urgente de dejar el diente donde estaba, hasta tal punto que quedé
paralizado por unos instantes. Pero de pronto fui consciente del leve tufo
dulzón a enfermedad, de la cama desordenada, de las cortinas corridas para no
dejar entrar la luz del sol, y aquello selló mi destino: envolví la pieza en un
pañuelo y, metiéndolo en el bolsillo, salí de allí como si hubiera cometido un
robo inconfesable.
Unos días después Foscar tenía todo preparado en el almacén,
y me citó a mediodía para terminar su obra. Nuestra obra, la llamaba entonces,
pero el tiempo me ha permitido ver que yo sólo era el medio para conseguir un
fin. Podría pensarse que para lo que iba a suceder habría elegido la noche, tal
vez las postreras horas de la madrugada, pero el horror no conoce de horarios y
aquel día la luz del sol se colaba por las sucias ventanas que rodeaban el
almacén.
Cuando entré, quedé sorprendido: había limpiado
meticulosamente cada rincón de la estancia, relegando los artículos sobrantes a
un rincón donde se apiñaban sin orden ni concierto, única nota discordante entre
la pulcritud reinante. En el suelo había grabado una enorme estrella de cinco
puntas en un único surco, en cuyo centro reposaba el sarcófago de cobre con el
autómata en el interior. En cada extremo del pentáculo había una bobina de Tesla,
y en sus intersecciones se hallaban insertadas las varillas. Una maraña de
cables rodeaba todo el montaje, finalizando en la mesa de trabajo como si
fueran los tentáculos de un monstruo venido de un reino de pesadilla.
—Bienvenido, amigo Louis. Está a punto de presenciar algo que
revolucionará a la humanidad, que destruirá el miedo a la muerte; las
religiones ya no tendrán ningún poder sobre la vida amenazando con el castigo
del más allá, porque siempre podremos volver —declamó Foscar, como si se
dirigiera a un público invisible en cuyo centro estaba yo—. Y usted habrá sido
el artífice de todo, gracias al amor que profesa a su familia. ¿Qué sería de
este proyecto sin su dedicación, sin su entrega en cuerpo y alma?
Estúpido de mí, pensé que me estaba halagando, que ensalzaba
mi esfuerzo por traer de vuelta a Phillipe; no era capaz de reconocer el atisbo
de burla y el cinismo que encerraban sus palabras. Cualquier reparo que pudiera
haber concebido desapareció en un momento, sustituido por un renovado afán de
cumplir con el sueño de rehacer mi vida.
—Ahora —continuó hablando—, solamente necesito algo más:
unas gotas de su sangre.
—¿Mi sangre? ¿Cómo dice? —pregunté, echándome atrás preso de
un temor inexplicable.
—Es su hijo, señor Villepan, sangre de su sangre —respondió
con voz melosa—; por eso mismo, para traerlo de vuelta, necesitaré este último
sacrificio de su padre.
Temblando, le tendí la mano. Foscar sacó del interior de su
chaleco una navajita con la que hizo una pequeña incisión en mi palma. Sin
intercambiar palabra, empapó un trozo de tela con mi sangre y envolvió el
diente con él, introduciéndolo dentro del agujero realizado en el recipiente de
plata. Acercándose al sarcófago, colocó el objeto en el interior del pecho del
constructo, que procedió a cerrar con un chasquido. Se acercó a la mesa y, sin
más ceremonias, accionó un interruptor. Inmediatamente, unos brillantes rayos
de luz azul empezaron a circular entre las bobinas pasando por las varillas,
donde parecían amplificarse en un círculo vicioso constante, mientras un
zumbido cada vez más fuerte perforaba mis tímpanos.
No soy capaz de recordar cuánto tiempo duró aquel
espectáculo de luz y sonido, al que asistía embobado; en mi mente sólo han
permanecido mezclados el resplandor y la resonancia, junto con un ansia voraz
por comprobar si todos nuestros esfuerzos habrían dado sus frutos.
De súbito, tras un agudo silbido, se hicieron la oscuridad y
el silencio.
Y en la penumbra del almacén, vi incorporarse al autómata.
Vi levantarse a mi hijo.
* * *
La dimisión de Villepan al frente de la delegación
londinense de Mecánicas Fouchard causó la estupefacción a los accionistas de la
empresa, pues no les había llegado noticia de la rápida degradación de Louis.
Jerome, siempre tan diligente y agradecido a su jefe, se las había arreglado
para que no se notara, con la fútil esperanza de que fuera algo pasajero y todo
quedase arreglado. Poco después del último encuentro con Foscar, éste
desapareció. Nadie supo nunca lo ocurrido en ese almacén, y tampoco supuso
motivo de extrañeza que alguien como Villepan adquiriese un ejemplar de
autómata de entre los más modernos. Sí hubo rumores acerca de la peculiar
elección que suponía su tamaño, pero jamás se acercaron siquiera a la verdad.
Unos días después de instalar al nuevo Phillipe en la casa,
Odette comenzó a experimentar una mejoría sorprendente. El niño mecánico pasaba
las horas en la habitación de su madre, tan sólo entreteniéndola con su
presencia y sirviendo el té. La doncella de la señora Villepan se despidió dos
semanas después: confesó a su patrón su profundo
desasosiego en presencia de Phillipe, como todos habían acordado llamarlo, y había
buscado otro acomodo en una gran residencia de Birmingham. De modo que, tras
quedarse sin apenas servicio, Louis, Odette y Phillipe emprendieron un viaje de
reposo a una pequeña casita que tenían en el campo.
Pasaron los días. Aunque al principio todo parecía idílico,
poco a poco Villepan comenzó a sentirse incómodo en la presencia silenciosa del
autómata. Sorprendía a su esposa susurrando mientras juntaba su cabeza con la
del niño, callando cuando se percataba de su presencia. Con el paso del tiempo
se dio cuenta de que había una extraña relación entre Odette y Phillipe de la
que él estaba excluido. Salían de las habitaciones cuando él entraba,
encontraban repentinamente algo que hacer cuando él comenzaba una conversación,
hasta el punto que se sintió un extraño en su propia casa.
Un día salió a dar un paseo por el campo, y a medio camino
se dio cuenta de que había olvidado su reloj. Volvió sobre sus pasos y al
acercarse al dormitorio escuchó voces. Perplejo, puesto que allí las visitas
eran muy escasas, se asomó despacio, y lo que vio lo dejó tan aterrado que no
fue capaz de moverse. Su esposa yacía en el suelo, con las venas cortadas como
una obscena representación de su intento de suicidio, mientras con un hálito de
vida miraba como Phillipe bebía su sangre. Con una tenue sonrisa en los labios,
expiró y sus ojos se volvieron vidriosos. En ese momento, el niño volvió la
cabeza hacia Louis.
—Padre…
Y Louis Villepan, casi enloquecido, salió corriendo de la
habitación.
* * *
Esta es mi historia, escrita de mi puño y letra. Estoy en mi
casa de campo, encerrado en mi despacho, mientras escucho a Phillipe, mi
inhumano hijo, arañar la puerta mientras susurra su hambre y me ruega que le
abra, que seamos de nuevo una familia. He dejado aparte mi vergüenza para
contar todo lo sucedido, y que no se vuelva a repetir: en nombre de la
tecnología no podemos jugar a ser dioses. ¡Quemad los autómatas, destruid todos
los constructos! Que nadie, llevado por la ambición o la soledad, pueda de nuevo
abrir el abismo al que me he arrojado yo. No sé quién es Guillaume Foscar, ni
qué ha sido de él. ¿Es un brujo? ¿Un ser humano corriente obsesionado con la
ciencia? En este momento en que aguardo mi propia muerte, sólo espero que lo
encuentren para impedirle repetir con otro incauto lo que ha hecho conmigo. Que
el Señor se apiade de mi alma.
Louis
Villepan.
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